25.12.10

Historias anónimas XII

Pasa el día como si nada. Todo como siempre, todo tan igual. Algo que decir, algo que escuchar, algo que ver, algo que pasa y se aleja, algo, por lo general, que olvidar. Pasa cada minuto sin dejar mucha constancia de su paso. Pasa cada hora con un leve rumor en su despedida. Pero siempre que cierro los ojos empieza y acaba la vida. Me ahogo, estallo, me emociono, sufro, sonrío, me agobio, pero resisto. Entre la oscuridad del cuarto, entre el sonido apagado y frío de la calle, entre el absoluto y brutal silencio del interior. Cierro los ojos y la corriente eléctrica de los recuerdos se abre paso por mis venas hasta grabarse a fuego en mis parpados. Llegan susurros que me rompen los tímpanos y me hacen querer volver atrás y cambiarlo todo. Llegan gritos que me hacen querer seguir anclado a este momento. Llegan trocitos de palabras que nunca dije, textos enteros de lo que siempre quise expresar, los secretos que me oculto una y otra vez, todas las mentiras que me obligo a creer. Llega la realidad que ya no existe y que me dejó a la deriva, un instante de fuego y furia que hace tiempo que el viento se llevó y cuyo eco se alza cada noche entre los rincones de mi cráneo. Me llegan errores afortunados y aciertos imperdonables, quemaduras, esguinces y moratones. Manchas de color: de púrpura a gris y de verde a dorado. Sonidos estridentes y graves que suenan en un tocadiscos que nunca llegué a ver. Siento una repentina sensación de frío, calor, lluvia, viento y truenos. Siento el golpe de los pasos que di por una ciudad cualquiera que nunca recordó mi nombre. La inmensa sombra de los rascacielos, el roce de la hierba recién cortada. Mil andenes de estación, tres o cuatro aeropuertos, millares de kilómetros de carretera. Recuerdo la amplitud de un mar que rompía a abrazos la costa. Dunas que dudaban al avanzar. Recuerdo cartas, llamadas telefónicas, besos y heridas. Cicatrices que no hace falta que mire, manchas de tinta en folios que no expresaron nada. El escozor del agua oxigenada, la agonía de la falta de oxigeno.

Y sigo cerrando los parpados, obligándome a mirar todos los recuerdos que ya repasé ayer. Sin control, sin pausa. Entre el más absoluto dolor y entre la más exultante alegría. Entre la sensación de estar en mil lugares sin dejar de sentir la almohada y las sabanas. Siento la energía de millares de miradas, el sonido a porcelana rompiéndose que tienen las palabras crueles maquilladas con bondad. Siento el abrasador aliento del contacto que perdí en un adiós. El asfixiante aroma de una despedida sin palabras. Echo la vista atrás y veo como los caminos se bifurcaron, como las elecciones compraron billetes de avión a la selva del dolor, como me vi sumergido en los océanos de la rutina, encerrado en el escaparate de una vida que ofrece de todo pero siempre a un precio demasiado alto. Veo el mapa en el tiempo que formaron mis lágrimas al caer sobre el suelo, el laberinto que formó mi sangre al derramarse, el abanico de sonrisas que genera una suave brisa momentánea, las tresciento sesenta y cinco máscaras de Carnaval para cada día del año. Noto las nubes de alcohol que se desangran sobre mí de madrugada, los tatuajes de humo que adornan mi garganta. Recuerdo un día de verano que no fue nada especial, la longitud de un invierno eterno.

Entre la rabia y la calma, la espada y la pared, el techo y el suelo. Siento el ruido que se ha producido en una vida de mis chillidos, cada grado de temperatura al mirarla. Recuerdo la nieve que trajo el paso del tiempo y como el peso de sus copos resintió mis huesos. Recuerdo cada latido. Cada respiración. Cada momento de tensión y ruina. Cada día de riqueza sin nada en los bolsillos. Cada fantasma tras la escalera. Cada cuento infantil. Cada novela negra. Cada calcetín sin pareja. Cada pareja sin mí. Cada línea de su figura. Cada vela encendida. Cada microondas dando vueltas. Cada lección aprendida. Cada estrofa que me salió sin querer. Cada verso camuflado de vacío. Cada siete años de mala suerte. Cada domingo de resurrección de un sábado de copas y balas. Recuerdo las sonrisas de los mil rostros que tuvo junto con sus mil perfumes. Recuerdo sus piernas sobre mi torso. Su pintalabios en mi cuello. Mi mente en blanco. Y cada día gris.

Lo recuerdo todo antes de dormir, hasta que mi mente vuela entre silencio y oscuridad, entre recuerdo y recuerdo, entre cada punzada de desesperación y cada sensación de júbilo. Lo recuerdo todo mientras me voy durmiendo sin sacar ninguna conclusión, sin aportar nada nuevo. Solo recuerdo. Y cada noche algo nuevo que recordar y mucho que olvidar mientras estoy despierto. Lo recuerdo todo hasta caer rendido al sueño. Hasta que entre sueños sueño que no tengo nada más que recordar.

11.12.10

Historias anónimas XI

En el séptimo piso, un hombre mayor se dirigía, cansado, hacía el salón, sin levantar casi los pies del suelo. Andaba despacio y un poco encorvado, como si ya empezara a ceder ante el peso de los años. Al llegar al salón toca el radiador con la mano y la retira rápidamente. Luego, avanza hasta la mesa de delante del sofá donde yace el periódico del día. Lo coge y se sienta en su sillón dejando caer todo su peso en él, como con la apariencia de un ave abatida que en realidad se lanza en picado a tierra para descansar. Abre el periódico y empieza a leer las mismas noticias de ayer y antes de ayer. Las mismas noticias donde siempre, lejos, mueren sombras y cerca, personas. Noticias horribles que ya no llaman la atención, noticias con número y datos que no significan nada, noticias en las que siempre llueve y siempre el viento arrasa con lo que ve entre crucigramas y publicidad, y opiniones de ciudadanos hábilmente escogidas. Va pasando las páginas ojeando las noticias hasta encallar en alguna que le interese. Mientras tanto del piso de abajo llegan las voces medio apagadas de una discusión.

En el sexto piso, una pareja discute, sus voces parecen huracanes, las miradas centellean y las palabras desgarran. Se gritan sin saber ya que decir, intentando ganar una batalla sin sentido, debilitándose a cada palabra que pronuncian, derrumbándose sin saberlo. Se gritan sin recordar cómo empezaron a discutir. Van de un sitio a otro a través del salón, arrepintiéndose cada vez que hablan pero escudándose en el orgullo. Ella le pide a gritos que se vaya, que no vuelva a verla. Él la mira con el corazón roto, con la mirada del niño que juega a pelearse y acaba haciéndose un daño excesivo. Golpea la pared con el puño y se aleja. Ella cierra los ojos. La puerta suena con un golpe que más que decir adiós parece decir hasta nunca. Ella intenta contener las lágrimas, está nerviosa. Se acerca a la cocina, y de una caja metálica coge un paquete cigarrillos que está casi acabado y un mechero. Se dirige a la ventana, enciende el cigarrillo y saca la cabeza por la ventana. El aire frío la acaricia el rostro y la aleja de todo, de la discusión de hace sólo unos momentos, de los problemas cotidianos, del dolor intenso. Mira la calle desde la ventana, los coches pasan y se van, una persona se dirige al portal del edificio.

La puerta del portal es de hierro y cristal. Tras un giro de llave y un empujón se abre. Tras unos seis o cinco pasos llego al ascensor. Una pantallita negra me señala con un número rojo que el ascensor se encuentra en el seis bajando hacía aquí, de todas formas llamo al ascensor. Hoy es un día extraño, como si muchas cosas pasaran pero ninguna fuera del todo importante. Nada por lo que levantar la vista. Nada que escuchar con atención, ni por lo que protestar siquiera. Todos los pasos que he dado parecen no llevar a ningún sitio. Todas mis miradas parecen colarse por el desagüe. Todo el edificio parece sucumbir ante el viento que le azota. Al fin llega el ascensor, sacándome bruscamente de mis pensamientos, devolviéndome de golpe a la realidad. La puerta del ascensor se abre violentamente y un chico joven sale del interior. No me mira, parece bastante enfadado y sale rápido por la puerta. Yo entro en el ascensor. No me importa el chico enfadado. No me importa cómo ha abierto la puerta del ascensor. No me importa porqué estaba enfadado. Doy al tercer piso: se cierran las puertas del ascensor. Subo en una subida que más parece un descenso. Como si estuviera en otro mundo donde cada segundo de ascensión durara una semana. Como si al llegar a mi piso hubieran pasado milenios y sólo quedaran las ruinas de lo que algo, alguna vez, fuera otra cosa. Pero salgo del ascensor en el tercer piso y todo sigue como ayer y como esta mañana. Como lo estará. Igual que siempre, sin ninguna importancia que darle más allá de lo que queramos darle. Una vez fuera del ascensor veo a mi vecina, cerca de la venta que da al patio interior. Parece pensativa pero nunca he hablado con ella. Nos miramos un segundo como si supiéramos lo que va a pasar a continuación. Y en realidad lo sabemos: yo entraré en mi casa y ella seguirá pensativa, cerca de la ventana que da al patio interior.