Una fina capa de polvo recubre
mis huesos, igual de fina que la impronta de saliva que deja la lengua sobre el
cristal. Un ruido metálico acompaña al movimiento natural de mis
articulaciones. Mi cabello cae sobre el rostro molestando a los ojos, cada
mechón es compacto y sólido como adornos de escayola. Mis dientes tiritan en
una boca yerma, con una lengua áspera como la de un felino. Al gesticular
siento cómo se agrieta la tierra que es mi piel. Impregnada de escarcha como el
cristal de los coches en las mañanas frías.
Juraría que mis costillas han sido sustituidas por mimbre. Y mi sombra
es pálida, débil como un suspiro en medio de un huracán. El peor alcohol me sabe a miel. Y mi risa me
recuerda al arañar de la pizarra. Creo que ahora solo me conoce el vidrio, la
hojalata, el hilo, el papel, los fósforos. Y el reflejo del espejo es cruel, me
mira con la risa del lobo que observa un ciervo herido. Sé que la realidad está allí, al otro lado de
la ventana y no aquí, en este pantano sórdido, oscuro y cálido. En esta
madriguera llena de objetos inútiles, de mis restos, de mis destartalados
huesos, con los fantasmas de mis mudas de piel.
El gato es pardo y a veces
aparece por aquí, se pega a mis piernas mientras camina. Noto su escuálido
cuerpo y su pelo corto rozar mi piel. No soporto al gato pero no tengo fuerzas
para enfrentarme a él. El gato a veces se me queda mirando con la cabeza girada
en un gesto imposible. Todo en él parece viscoso y más sus ojos lacrimosos
haciéndome preguntas. Me enseña sus dientes y colmillos blancos cuando
sonríe. Son tan blancos que me hieren a
los ojos. Juraría que me roba los cigarrillos. Dirá que los coge prestados pero
nunca me los pide. Se pasea por aquí subiéndose a mis pertenencias, a las
cajas. Devora a los ratones. Ratones metafóricos que me invaden por dentro, que
roen mi materia gris. No los caza por mí, los caza por él, siempre está
hambriento. El gato se despide quitándose el sombrero a la vez que ejecuta una
exagerada reverencia. ¿No dije que el
gato lleva sombrero?
Hay una araña de color blanco,
teje una tela de cristal en vez de la habitual tela de seda. No hago caso a la
araña, se descuelga desde el techo hasta alcanzar mi oído. Me susurra, me
cuenta cuentos, me habla de su vida. Está tejiendo, poco a poco, en mi techo,
una lámpara de araña, con el cristal que ella fabrica. No la he dado permiso pero la teje igual.
Dice que le falta clase a mi escondite. Y luz. Yo no sé qué pensar, las
lagartijas corretean a sus anchas fumando en sus pequeñas pipas. Lagartijas con
miedo a tomar el sol, saben que aquí están seguras.
Han empezado a brotar malas
hierbas atravesando el parquet. Imagino que han brotado por las gotas que, de
vez en cuando, caen del techo desde esas inmensas goteras amarillentas. En
realidad no me molestan, al verlas río y espero que llegue la primavera para
comprobar si florecen. Hay pequeños guijarros grises esparcidos por aquí y por
allá. Los cuadros que antes adornaban las paredes ahora están caídos. Mi ropa
está hecha jirones. Me encierro en mí
mismo pero no hallo el absoluto silencio, me molesta, aunque me voy
acostumbrado, al trabajo de la araña tejiendo la lámpara en el centro del
techo.
No, no me siento solo. Hay vida
aquí. Pulula como loca manteniendo intactas sus rutinas. El gato se pasea a su
antojo, viene a molestarme. La araña teje, las lagartijas corretean, y los
bichos palo se sientan a hablar los unos con los otros por la noche. Nunca me
han prestado atención pero han ido poco a poco devorando las páginas de mis
libros. Los bichos palo son los únicos que actúan cómo si no estuviera.
Coexistimos en paz. No hay manera de que pueda rebelarme contra los invasores.
Las fuerzas se me escapan como cae la arena del reloj. La hiedra intenta avanzar. A veces sube por mi
espalda pero yo me aparto, la regaño, la mando fuera. Aunque siempre acaba por
volver, es una invitada más sin invitación alguna, intentando hacer suyo mi
territorio.
Pequeños roedores creados con
carboncillo encienden hogueras, bailan alrededor. Sus pequeños cuerpos crean, a
la luz del fuego, unas grandes sombras. Tocan diminutos tambores, beben hasta
la madrugada. Y ríen plácidamente, luego, por fin cansados, escuchan atentos el
piar de los pájaros azules que han anidado en una de las esquinas del techo. Se
posan, en ocasiones, sobre mis hombros caídos, luego aletean y se marchan en
busca de alimento.
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