17.10.11

Más allá de la ventana

Se preguntaba qué ocurría allí, dónde las casas, a lo lejos, se difuminaban y parecían esconder sus ventanas entre un mismo color ¿la vida sería igual que aquí, a este lado de la ventana, en esta misma calle, en estas mismas coordenadas?

Pegaba la frente al cristal frío y miraba, durante horas. Observaba a veces la carretera que se extendía sin mostrar su principio y su final, infinita, como le habían enseñado que eran las líneas rectas. Por la carretera pasaban a toda velocidad coches de distintos colores y tamaños. Y aquellos vehículos a su vez eran conducidos por alguien ¿Quiénes serían? ¿Cuáles serían sus problemas y sus dudas? ¿Por qué conducían con tanta prisa?

Lo primero que aprendió fue que nada tenía sentido. Y esa idea se coló en su cabeza como un pequeño insecto, invadiendo su cerebro hasta llegar al punto de no comprender absolutamente nada y al mismo tiempo resignarse a la realidad de todo, a las explicaciones y las enseñanzas, a los modales y a las leyes, a las heridas, el agua oxigenada y los saludos. Aún así, le costaba ocultar la sonrisa cuando miraba por la ventana. Esas farolas que despedían una luz anaranjada ¿qué era aquello? Sin duda, iluminaban, pero más allá de ello ¿cuál era el sentido de una farola anclada sobre un trozo de tierra, perdida en la inmensidad de un universo que no la prestaba atención?

Todo era ridículo y cierto. Y ordenado, como la carretera que miraba. Tenía dos sentidos. Si un conductor decidía conducir por el sentido contrario ese orden desaparecía y se producía el caos. Y con el caos llegaba el desastre. El orden era, a veces, necesario, como ocurría con la carretera.

Mirando la carretera decidió que no le gustaba el caos de los accidentes de tráfico ni el orden de los dos sentidos y de los carriles de la carretera. Decidió que no tendría que haber ni orden ni caos. Simplemente conducir a un destino, por cualquier parte de la carretera, sin colisiones ni atascos. Mil sentidos al mismo tiempo. Más allá del caos, más allá del orden.

Pensaba, si él condujera, ¿a dónde se dirigiría? ¿Cuál sería un destino válido? Se imaginó conduciendo por aquella misma carretera, una rotonda, diferentes caminos y solo uno posible. Él no quería eso, él quería elegirlos todos o no elegir ninguno. Quedarse en la rotonda y ver las variadas posibilidades que se le ofrecían, sin que nada cambiara hasta que se decidiera. Mientras tanto, girar en círculos no estaba tan mal.

Le angustiaban los atascos. Parecían detener el tiempo y estancar la vida, impedían el rotamiento de la Tierra, aglomeraban todo lo absurdo. Volvía el caos. Un caos distinto, colmado de ruido de cláxones y de la tensión del que llega tarde a alguna parte dónde no se le espera. Una espiral donde el corazón no podía hacer otra cosa que latir. Y esperar. Y esperar.

Era difícil escapar del atasco como escapar de la caída cuando ya te has tropezado. Y si le daban a elegir, casi prefería el dolor del impacto que al dolor que produce la vida al desangrarse mediante la pérdida de tiempo que causa la espera.

Sin duda, mirando la carretera no sacaba nada en claro, a fin de cuentas, era consciente del sinsentido de la realidad. Todo tan abstracto y tan conciso, tan tergiversado y simple, tan infinito y efímero. Crudo como un rompecabezas que mata a migrañas y difuso como si solo hubiera niebla alrededor.

1 comentario:

  1. Hace tiempo que no leo, al imaginar tu relato siento la necesidad de seguir...

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