23.11.10

Historias anónimas IX

Las paredes eran grises, la habitación pequeña. Una ventana sin cristal mantiene el interior con la luz que proviene de fuera, alguna farola encendida, la tenue luz de las estrellas. Se escucha perfectamente el alboroto de la calle, bombas que estallan de repente, luego silencio. Está acurrucado contra una esquina, sollozando. La poca ropa que lleva no abriga, y el frío traspasa como si fuera una lluvia de flechas heladas, con el destino fijo en su objetivo. Se frota los brazos y las piernas, tose y tirita. Su padre murió en un atentado, su madre un día se marchó, desde entonces el tiempo ha pasado lento, tan lento que, el suceder del amanecer y el atardecer se difuminaron por completo. Su aliento parece denso humo blanco. Sus labios cada vez más morados, su piel cada vez más color mármol. Le duelen los oídos, y los dedos los tiene entumecidos. Parece que mil espadas de hielo y cristal le atraviesan la garganta. Entre una ciudad medio en ruinas, y un frío tan letal como las balas, sólo puede imaginar. Pensar en una situación mucho más agradable. Pero en una vida donde la supervivencia era la rutina, donde la infancia no existía no se podía distinguir qué es algo agradable: unos minutos de silencio, una noche de temperatura suave y brisa sedosa, una comida abundante, una hora de diversión.

El ruido de sus dientes chocando invade la habitación y el ruido del viento hace los coros. A veces se escuchan pasos otras veces gritos de dolor. El suelo de la habitación es arenoso y grisáceo, parecido a una porción de suelo lunar, sin vida, estéril, vacio. Los dedos de los pies y de las manos se empiezan a hinchar cada vez más, pero casi no lo nota. Su pensamiento se mantiene activo intentando seguir despierto. Se acuerda de su familia. Alguno de esos días felices. Todo era tan sumamente injusto. La vida era tan corta. Era joven, pero ya sabía que hacerse mayor consistía en ir aceptando la realidad que se tiene alrededor, y él la aceptó a muy temprana edad. Ya sabía que hay veces que se tiene que correr sin mirar atrás, que hay veces que se tienen que hacer cosas que en otro momento no se harían. Ya sabía que no siempre había comida, que nunca había seguridad, que nadie era de fiar: ni los otros niños con los que intentaba conseguir algo de dinero o de comida, ni las personas mayores que le miraban con mala cara o que le daban palizas si le pillaban robando algo que comer. Sabía que había que adaptarse a la arena en los ojos, al calor del desierto, a la soledad más áspera. Pero nunca había sentido el frío que esa noche arañaba con fuerza su alma manteniéndole en una constante ensoñación.

Mira al centro de la habitación que de repente está iluminado y abre la boca asombrado: delante de él está su madre sonriéndole. No puede articular ninguna palabra, ya no siente frío, sólo siente ligeramente el cuerpo. Pestañea: su madre ya no está. Vuelve a pestañear: la luz de la habitación es más intensa. Pestañear le empieza a hacer daño y a parecer un esfuerzo inhumano. No siente ya ninguna parte de su cuerpo. Su madre vuelve a aparecer, otra vez sonriendo y saludando con la mano, vestida igual que el día en que se marchó. Nota las lágrimas agolpándose en sus ojos pero que no tienen fuerzas para salir. Tiene que cerrar los ojos, está demasiado cansado. Intenta abrirlos una vez más para ver a su madre. Pero no puede, ahora todo está oscuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario