27.11.10

Historias anónimas X

Salgo de casa. Dos giros de llave y un instante donde se congela el tiempo, ese momento antes de sacar la llave de la cerradura y ponerme en marcha. Llamo al ascensor. Y bajo piso tras piso con vecinos que no tienen rostro, ni nombre, ni pasado, ni presente ni futuro. Vecinos a los que saludo: hola y adiós y hasta otro viaje en ascensor. Salgo del portal y la luz diurna me hace daño en los ojos, el viento es frío. Por un momento me quedo sin fuerzas, ¿a dónde ir?, ¿qué hacer? Pero paso tras paso mis piernas toman la decisión por mí y se dirigen, por la calle, a ningún punto concreto, a cualquier lugar y a cualquier destino. Los coches pasan veloces a mi izquierda, se pierden entre las curvas de asfalto y líneas rectas de semáforos y señales de stop, en toneladas de pasos de cebra, viviendo deprisa y muriendo lentamente por desangrarse en gasolina. Intento pensar en nada importante: el tiempo atmosférico, el trabajo atrasado, cualquier cosa que me evite pensar en ella, en todo este dolor, en este gran vacío del tamaño del universo que se esconde debajo de mi piel. Intento no derrumbarme como ese castillo de arena arrasado por una pequeña ola, como esa copa de cristal que choca contra el suelo.

Me paro y fijo la vista en el cielo: algunas nubes duermen, estáticas sobre mi cabeza. Sigo andando, el viento sigue siendo frío. Dese que ella se fue todo es frío y el color se borra de las mejillas de todas las cosas. Al principio era imperceptible pero con el paso del tiempo fue cobrando fuerza. Y no sé qué hacer ni que decir, ni cómo mirar al mundo sin parecer tan débil. Y cuando me miro al espejo el espejo no me engaña y me contesta con una mirada de desprecio, con unas ojeras cada vez más marcadas, con unas lágrimas cada vez más solidas. Y echo la vista atrás y no quiero volver al presente, quiero seguir aferrado a su recuerdo, cambiar el pasado y que todo sea distinto. Y no sé ni cómo expresarme ni qué echan en la televisión. Simplemente sigo andando sin llegar a ningún sitio concreto mientras las hojas de los árboles empiezan a caer estrepitosamente contra el suelo y el viento arrastra las páginas de algunos periódicos que me informan de que día es hoy.

Sigo andando y cuando me quiero dar cuenta estoy metido en un bar camuflado entre calles y avenidas como un lugar de paso entre el frío polar y un desierto infinito. Miro el vaso medio vacío y veo como su nombre hace eco por el borde de cristal, como se cuela en mi cabeza y estalla en un gigantesco fuego artificial de incomprensión. Y miro mi móvil que está encima de la barra y hace meses que no hay ninguno de sus mensajes ni una sola de sus llamadas pérdidas. Y cuando el destino nos cruza por alguna calle no sé si saludar o esconderme, o salir corriendo y desaparecer. Y es que cada noche, antes de dormir, siempre sé lo que tenía que haber dicho. Pago a un camarero que solo espera que termine su turno. Salgo del bar, el cielo es azul oscuro y las nubes cambian en un degradado desde el rosa al naranja. Las farolas ya están encendidas, hay poca gente por la calle. Noto el peso del alcohol en mis pupilas y en mi cabeza. Intento encontrar el camino de vuelta a casa, intento dejar de pensar en qué habrá sido de ti. Intento dejar de pensar en las decisiones que tenemos que tomar sin darnos cuenta, en estos cambios de sentido que no tienen ni pizca de lógica. Dando tumbos deshago el camino y voy llegando a casa, siguiéndome una banda sonora de solos de guitarra y batería. A cada paso todo más oscuro, a cada paso el mismo fuego helado que siempre me acompaña. Llego al portal, luego el ascensor.

Y así van pasando los días, devorando recuerdos, atragantándome con esta pasta de papel que se aloja en mi garganta desde que dejé de ver sus pestañas. Y así van pasando los días, cayendo sin caerme a ningún sitio, a merced de todas estas corrientes de aire y este clima tan cambiante, de este salario, de este reloj sin pilas.

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