29.1.11

La envidia de los átomos

Rompiendo mi alma, descomponiéndome en partículas. Buscando en los posos de mi cerebro, absorbiendo cada pensamiento. Escondido. Atento. Decido decidir atravesarme la garganta con palabras que cuesta pronunciar, que se evaporan como el agua, que se disipan como la niebla al agonizar. Decido borrar mis huellas, seducir al mundo con promesas que me hago a mí mismo y qué no sé cuándo cumpliré. Imaginar futuros de cristal, olvidar pasados de barro, presentes difusos. Intentando agarrar el tiempo sin moverme del sofá, recolectar todas las estrellas, prenderme a tu pelo. Intento digerir mil discursos, mil consejos. Lanzarme a un vacío de defectos congénitos, de tristes miradas perdidas en mares borrosos. Arrojar los restos de mí a las fieras que ya están hartas de comer. Pierdo la calma. Me refugio en castillos de cartón. Pienso en la vida que se pierde a cada segundo. En los trenes que salen de los andenes. En las dudas. En las pocas ganas de querer arder y sentirme como si fuera hielo. Me disuelvo en las cenizas que camuflan cada lágrima.

Noto que se me echa el tiempo encima. Que pesa y mata. Que te agarra y te abandona. Noto que la lluvia dura y duele. Que cada rayo impacta. Las estaciones pasan. Pasan y se van y luego vuelven. Otras flores florecen en jardines y balcones, otra nieve nieva como siempre. Nada nuevo. Los mismos ratos muertos pasando veloces delante de mis párpados. La mirada perdida. La luz apagada. El horizonte tan lejano como tus pupilas y todo está tan sumido en silencio que parece la capa de polvo que cubre los muebles. Un silencio que hiere, que molesta, que traspasa. Un silencio que impregna las plantas de un grisáceo color mustio. Que llena el cielo de nubes de tormenta.

Y aquí estoy yo. Mitad recuerdo, mitad olvido. Mitad enterrado en la arena, mitad cubierto de incomprensión. Cada hora que pasa me deja una marca en la piel. Cada minuto sin ti me desgarra por dentro. Cada segundo como el anterior me ancla más y más al suelo. Me dicen que camine con cuidado, pero cada camino converge en el mismo recorrido de estupor, en la misma senda de desgracias, de noche estática, de música que suena a algo que nunca es lo que hay alrededor. Y yo espero, tendido de bruces sobre el tendido eléctrico, entre bosques de lápidas y hormigueros de personas. Espero a que el viento sople, a que el amanecer decida despertar, que todo cambié tan de repente que nunca me dé cuenta.

Sonríe. Alza la voz. Que nadie sepa quién eres. Grita. Desaparece sin decir adiós, invéntate otro sueño. Sé tinta en mi piel. Sé mis mejores agujetas. Mi peor problema. Vuelve cuándo quieras que yo seguiré aquí. Sumergido en escarcha y tinieblas. En una eterna espera de la que no espero nada. Discutiendo con estatuas. Echando sal al café y pimienta en cada herida. En plena combustión espontánea. Entre planes, calles y tazas de algo que acabe de un sorbo con la melancolía más absurda y con los nervios.

Las personas son amasijos de cicatrices encubiertas, de secretos a voces, de intenciones ocultas. Y cada momento que parece no terminar termina terminando como un golpe de platillos, como un choque de trenes. Y yo aspirando a salir de mis zapatos y parar en tu regazo. Observo como caen las hojas, como languidece la luna llena. Observo la envidia de los átomos, ese sálvese quien pueda que parecen pronunciar tus labios, la discordancia entre lo que me gustaría oír y lo que escucho. Observo el fuego enfurecerse y cómo no hay nada que hacer para terminar salir ardiendo, el movimiento de la marea, este eterno cauce de palabras que juega a expresar nada. El aroma de la realidad se expande pero mi olfato se contrae, pierdo los reflejos y me noto caer como una antigua Roma que se niega a entender, como cada nota musical desafinada, como cada llamada sin respuesta.

2 comentarios: