2.2.11

Lo que hay debajo de las nubes

Todo es un vasto territorio gris, con manchas de azul y pinceladas de verde y amarillo. No hay nada más que lo que vemos, los espejismos, siempre acaban por desaparecer. Hay millones de ladrillos, de ambulancias y casquillos de balas. Millones de pétalos y de hojas por caer. Millones de lágrimas derramadas, jarrones rotos y huellas que solo borra el mar. Se escucha el murmullo de las voces, de las risas, de los gritos y los terremotos. Nos llega el eco de los coches, del despegar de los aviones y el piar de los pájaros. Nos sorprende a veces el amanecer, las noticias de los periódicos, una mirada entre un millón. Nos escarificamos la piel, nos tatuamos secretos, nos quitamos la vida despacio.

Cruzamos puentes y callejones, pasillos y fronteras. Escalamos montañas, dunas y escaleras. Olvidamos miles de rostros cada mañana, mil anuncios publicitarios, la radio y su canción. Y a dónde posamos la mirada, otro la ha posado ya. No queda nada por mirar, ni por pisar si lo único que hay es prisa. Prisa por acelerar la vida, por coger cualquier metro y autobús. Sentimos el frío cada invierno, la brisa en la costa, el calor en agosto. Recordamos errores y todo lo que se perdió. Vagamos por laberintos de calles, por carreteras que llevan a la soledad. Agrupados en grupos cerrados, en pisos y en nuestro interior. Hay alguien que suspira a cada lado, y alguien que ya no sabe que decir. Y es que si no hay asfalto hay barro, farolas que alumbran noches que no son para alumbrar. Nos vemos reflejados en el espejo, y parece que nos resquebrajamos. Luego tomamos aire y continuamos.

Alguien mira desde algún balcón, alguien escucha el tictac del reloj y siente agobio, muchos encienden la televisión. Es atronador el tintineo de llaves, y cada instrumento que llora cuando lo que quiere es gritar. La vida se escribe en una nota que se pega a la nevera con un imán. La rutina tiene forma de traje. El miedo a que no haya nada que temer. Se apagan las luces y se bajan las persianas. Nos preocupa la gasolina y las migrañas. Y cuando vemos a los pájaros emigrar algo de nosotros se marcha con ellos. Dejamos para otra ocasión hacer las cosas bien. Sentimos el contacto de las miradas. Nos refugiamos en el silencio, en folios y en andenes. Hay un momento en que al soplar las velas de la tarta dejamos de desear. Nos miramos a los ojos y comprendemos tantas cosas. Tantas que tenemos que esconder todo lo demás. Soñamos en colores de acuarela. Y despertamos, porque las cosas nunca son como deberían ser. Siempre hay nubes de tormenta en días soleados, siempre hay otoños que duran más de lo normal, el horizonte nunca se puede alcanzar. El atardecer ensalza las ganas de dar marcha atrás, y el descenso continuo de luz que brinda nos cobija en un instantáneo y diminuto cuerpo de cristal.

Las luces de neón, los campos de trigo y el retumbar de las pisadas, los gatos que viven ajenos a los titulares, los impuestos y el café recalentado al madrugar. Las arrugas que no se pueden camuflar, las noches sin dormir quedaron atrás. Ayer siempre fue el día preferido, el tiempo se disipa como cuando la niebla se va. Intentamos alcanzar unas cuantas metas, y hay veces que al caer no nos queremos levantar. Una noche estrellada es suficiente. Un regalo es sólo unos minutos más. Y cuándo queremos tirar los dados nuestro turno ha acabo ya. Acaba como acaban las buenas y malas historias, como se consumen las velas, como se liquidan las deudas. Y aún así todo seguirá igual. El mismo aroma a maquinaria y celos, a odio y pasión. En un mundo que rota y no se cansa, cerca de una Luna que de vez en cuando mengua para poder mirarnos de perfil. Y al final solo somos soplos de vida que cruzaron veloces por el tiempo. Una hora y un lugar sin destino fijo. Un arañazo en la piel. Una gota de lluvia que cae hacía un suelo ya mojado.

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