17.2.11

La salamandra de fuego.

Contaban que vivían en los desiertos más cálidos, en el interior de la Tierra y en el interior de los volcanes. Contaban que con el frío morían, que todo al contacto con su piel se prendía en llamas que el agua, difícilmente, podía apagar. También contaban que estaban condenadas a la soledad.

Muy pocos las habían visto alguna vez, los que las habían visto decían que era como si un montón de ascuas hubiera tomado forma de salamandra. De ojos rojos y brillantes que parecían humear. Decían que su sangre era lava y que su corazón era una llama. Vagaban por el fondo de las grietas más profundas, por la arena de los desiertos más tórridos en busca de compañía.

Cuándo son jóvenes salen a la superficie y ven con alegría la existencia de animales y de humanos. Pero al salir a la superficie ven como todo empieza a arder, como se causan incendios que espantan a los animales, que enfurecen a los humanos que se esfuerzan en luchar contra el fuego para extinguirlo. Las salamandras de fuego, muertas de pena, vuelven a sus escondrijos y se pasan en ellos siglos. Con los ojos cerrados, sintiendo el calor que el núcleo terrestre emana, soñando con animales y humanos, con compañía, con una llamarada que derrita la soledad que atenaza sus almas y que parece ignífuga.

Pasan los años, gira el mundo y el deseo de las salamandras de fuego de reencontrarse con alguien es tan intenso como beberse un agujero negro, una granada de mano sin anilla. Pero no vuelven a salir a la superficie pues saben el caos y la destrucción que causan. Y sigue pasando el tiempo hasta que un día por fin salen. Ven que cómo todo prende hasta que ya no hay nada que pueda arder. Entonces sienten el frío, como su piel se endurece, como la llama de su corazón mengua. Y necesitan calor pero también derribar la soledad y se niegan a volver a sus escondites. Medio enterrados caminan, escondidos debajo de piedras a la espera de encontrarse con alguien, mientras el frío se abre paso a través de sus cuerpos, perdiendo la vida poco a poco.

Cuentan que una vez hubo un grupo de nómadas descansando, el desierto por la noche era gélido y el viento soplaba con fuerza. Intentaban encender una hoguera, unos junto a otros. Consiguieron encender unas llamas pequeñas que solitarias bailaban al ritmo de la noche. De repente, la minúscula hoguera tomó fuerza. Las llamas se elevaron en el aire. El frío pareció desaparecer. Los nómadas, asombrados, empezaron a celebrar alrededor de la hoguera, cantando viejas canciones, riendo y contando historias.

En el interior de la hoguera una vieja salamandra de fuego veía maravillada toda aquella gente feliz de que hubiera fuego, se movía en círculos alrededor de la hoguera para ver, con curiosidad, lo que todos los nómadas hacían, para escucharles a todos. Tan llena de júbilo que mientras la noche transcurría se olvidó del frío que iba petrificándola poco a poco.

Al amanecer, cuando la hoguera se hubo consumido, los nómadas encontraron en su centro una piedra negra con líneas rojizas y brillantes. La salamandra de fuego había sucumbido al frío que para ella era mortal. Pero a cambio había encontrado no sólo su fin, sino el fin de la soledad que toda su vida había sentido. El fin de esa pesada presencia que siempre la había oprimido.

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