Acerco el rotulador a sus
costillas. Reímos sin parar, la música no cesa. Siento que bajo en un ascensor
terriblemente rápido, o que salto desde lo más alto de una alta escalera. Su
piel brilla, un poco, con el sol que las persianas permiten pasar para abrir en
canal a la penumbra. Otras veces es la luna la que se cuela, se refleja en sus
pupilas y yo aúllo.
Acerco el rotulador a sus
costillas. Ella respira y yo intento acallar unos latidos que suenan como solos
de batería, como la percusión que acompaña a las batallas o a los esclavos al
remar. Esclavo de remar para ella, en nuestro barco que es un colchón de
sábanas revueltas y heridas a medio cerrar. Me mira, sonrío, acerco el
rotulador y escribo:
Arañan las estrellas
que ya
se funden de celos de
vernos brillar.
Me pide que lo lea en alto. Yo me
aclaro la voz que está un poco falta de fuerzas, masacrada por lágrimas de
alcohol y mordiscos de humo. Leo en voz alta, ella vuelve a reír. El sudor se
entremezcla como dos muñecos de cera o plástico que no se quieren separar y que
andan demasiado cerca de una hoguera. Hoy el sol solo sale para vernos delirar.
Ella se da la vuelta y me arranca el rotulador de las manos, que yo dejo
escapar al rato de forcejear un poco. Me rodea como hacen las serpientes antes
de asfixiar a sus víctimas y tararea la canción que está sonando. También
tararea la luz del cuarto otra canción, la canción del calor del sol jugando a
calentar el hormigón y el cemento armado.
Acerca el rotulador a mi espalda
pero antes marca con un dedo el verso que ha pensado. Yo observo la ropa que
descansa revuelta en el suelo, junto con bolígrafos, libros y ceniza. Mucha
ceniza, latas de cerveza que la rebosan y la esparcen por el suelo. Ceniza que
recuerda a semillas esparcidas por el campo. Semillas que darán lugar a plantas
grisáceas. A árboles grisáceos de frutos grisáceos. Y su sombra nos cobijara de
la tormenta de todos los días que no pueden ser como el de hoy.Acerca el rotulador a mi espalda
y escribe:
Explotan las
estrellas que ya
se han congelado de
observar
esta fugaz locura.
Hablamos un rato. Mis manos
caminan desde su ombligo hasta su pelo. Ella me habla de París yo de mí perdido
a cinco mil kilómetros de casa. Me cuenta la historia de los días perdidos que
volaron sin querer, de los días echados por la borda sin apenas darse cuenta.
Yo recito el poema de las heridas recibidas y por recibir, enseño el álbum de
fotos de todas las ilusiones rotas. Ella canta la canción del dolor de
madrugada, yo entono la balada del insomnio. Bromeamos sobre la locura. Imaginamos
bastos campos en llamas, increíbles olas gigantes, junglas que brotan de
repente y cubren el vecindario. Nos reímos, estamos en una isla, en un mundo
diferente al resto. Mares de ceniza de nuevo, temblores, sí, pero aquí no nos
alcanzan los fríos filos de la realidad que transpira el ruido que llega del
gentío. Y si llegan nos encontrarán abrazados, con nuestra piel marcada por la
tinta de nuestro rotulador. Todavía las
palabras no se me acaban, las estrellas son infinitas. Me pasa el rotulador y
lo poso en su nuca. Me pasa el rotulador y escribo.
Caen las estrellas
que ya
No saben qué hacer
Para tenerte un poco
más cerca.
Otra nueva cerveza que se cae al
vacío. Que cae como un meteorito que solo deja un pequeño ruido. Y luego otra y otra más. Y un nuevo cigarrillo encendido prendido de
sus labios. No nos importa si los vecinos se quejan del ruido, estamos
navegando a la deriva, entre la niebla espesa y silenciosa del humo del tabaco
y nuestra particular locura. Caigo rendido sobre el colchón agotado y con la
frente perlada de sudor frío. Aterrado de que el día pueda pasar y el mañana
traiga lo de siempre. Apoyo mi cabeza en sus piernas y ella me mira. Los días
de diario nos acorralan como si fueran tiburones, enseñándonos sus aletas que
no son más que las hojas del calendario. Y si me concentro no escucho nada más
que el sonido del contacto eléctrico que forma su piel con la mía, casi puedo
ver las chispas que son como pequeñas medusas fluorescentes capaces de flotar,
casi puedo sentir el calambre. Y no quiero sentir nada más. Ella coge el
rotulador y lo acerca a mi pecho, noto la pequeña punta. Y ella dibuja más que escribe estas líneas:
No dicen nada las
estrellas
mudas de vernos
desaparecer
cuando de nuevo se
hace de día.
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