3.3.11

¿Tú qué ves?

*

Pasa las horas solo, desde que le traían de la guardería hasta que, al atardecer, llegaban sus padres. Solía jugar con sus juguetes, juguetes que años más tarde acabarían rotos, perdidos o abandonados, recluidos en alguna caja, mecidos por el silencio del tiempo, cubiertos de polvo.

A veces cogía algún bolígrafo o rotulador y dibujaba sobre papeles algo que solo él lograba descifrar, que solo para él cobraban sentido. Eran rayajos, líneas de colores elegidas al azar, manchas de tinta, islas de color sobre un fondo blanco.

Otras veces dormía. Aunque al despertar no recordaba sus sueños si soñaba. Soñaba con rotuladores gigantescos que coloreaban con rayajos y extrañas figuras el mundo, un mundo que por aquél entonces solo comprendía la guardería, el camino de tres calles de ahí a casa, el portal, el ascensor y su hogar. Un mundo que cuando creciera tomaría forma esférica. Un mundo imposible de rodear con los brazos. Un mundo que como en sus dibujos también tendría tinta roja que mancha el suelo de las ciudades y las manos. Manchas de un azul que salpica, de un verde que se tala, de un arenoso amarillo que avanza, de un gris que sale de gargantas y chimeneas. También soñaba con dibujos animados que cobraban vida, se veía inmerso en los cuentos que le cuentan antes de dormir.

A veces, sus sueños iban acompañados de un continuo sonido, un tic tac que no se atragantaba con todos los segundos que tiene que masticar. Cuando dormía y cuando no, un reloj descansaba sobre la mesilla. Todavía no conocía las horas, el continuo consumir de un tiempo que al niño le parecía infinito. Pero años más tarde si lo conocería y el reloj daría agobio como si siempre le faltara tiempo, como si todo fuera tan vertiginoso como cruzar en un minuto una ciudad de noche. Y así, de haber cruzado la ciudad solo queda en el recuerdo luces difusas, amarillas, rojas, blancas y naranjas, y el sonido indescifrable del murmullo de un millón de voces.

Todavía no conocía muchas cosas que ya aprendería más adelante, y allí estaba en el centro de su habitación. Daba igual que afuera hubiera tormenta o el sol quemara, que dos trenes chocaran o que millones de estrellas dejaran de alumbrar. Los gritos y las noticias que luego sobrecogerían todavía no tenían eco; el estrés, las dudas y la desgana no tejían su tela de araña. Los pilares del mundo consistían en garabatos de colores, en canales de televisión, en la hora de la cena, en cada fin de semana. La alegría brotaba en cuestión de segundos. La tristeza solo existía momentáneamente y no dejaba huellas, no pesaba y se traducía por unas pocas rabietas y unas cuantas lágrimas. No había lugar para el aburrimiento todo era curiosidad. Curiosidad que luego tornaría en demasiada información, en un agrio exceso de conocimiento que a nadie le gustaría conocer.

Y allí seguía, jugando sin saber nada sobre la contaminación acústica, las facturas de la luz, las llamadas desde cabinas telefónicas, de perder el autobús, de caerse y no querer levantarse, de los trozos de porcelana de los jarrones rotos que solo arregla el tiempo. Tan lejos de la tabla de multiplicar, de la desilusión, de las tormentas de verano.

A años luz del deshielo del Polo, de visitar Roma. Sin comprender lo que supone un accidente de tráfico, lo que supone crecer y el temor a estar cansado. A la misma distancia de la cima del Everest que del fondo de la fosa de las Marianas.

Tan lejos del periódico, de los nervios y de los celos, de las hipotecas y del salario, de las sonrisas pintadas, de las malas rachas. De la continua lucha entre casualidad y destino, del peligro de la bruma, de las direcciones prohibidas, de los impuestos. Tan lejos de aprender que el “para siempre” es relativo y que “nunca más” es tajante.

Y ahí está, sentado en su habitación, sin pensar en todo lo que pensar implica, sin darse cuenta de que todos esos momentos solo serán una minúscula gota entre densas aguas de recuerdos. Y así sigue jugando, o pintando sobre un folio mareas de líneas rojas que se entrecruzan y retuercen, tan tranquilo, desde que le traen de la guardería hasta que al atardecer llegan sus padres.


*Obra de la imagen: "ILES QUÉN" de Antón Lamazares, litografías, ARCO 2000.

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