26.3.11

Locura al otro lado del universo.

Cada sentimiento encerrado en el vacío, cada dolor de huesos, cada triste espera. Las horas pasan y no sé qué decirle a nadie, no entiendo cómo romper la vida en trozos, como seguir en estado de espera. Las horas pasan y yo me siento más débil, más indeciso, tantas nubes de hojalata y yo con mis “ojalas”, con mis “nunca esperes”, con mi miedo a la espera, con mi música de fondo. El sueño empieza, germina, me aterra. Y no sé qué contestarle a tu reflejo, siento su ira, siento su aburrimiento, pero no sé qué decir, mejor no decir nada, mejor callar.

El mundo gira y me arrepiento. Me arrepiento de tantas cosas, de tantas palabras dichas, de tantas cosas escritas. Me arrepiento del no saber qué decir, del esperar eternamente, de rezar a oscuras. Me alegro de tanta poca consistencia, de medio mundo en llamas, de sonrisas de repente. Siento la electricidad estática, las voces, la envidia, el tedio. Siento las estalactitas en la lengua, el sonido de las olas, el ruido. Tanto ruido. Tanto ruido que estorba, que corroe los huesos, que regala miseria. Y la miseria, al no saber dónde estar, está en todos lados: en algún secreto, en cada barrio, en cada azulejo.

Y si me dejas a solas esto es lo que pasa, un huracán de tinta, un rio de sorpresa, un desafío incompleto. Las palmas de la mano me arden, la Luna me dice que pare al oído, el mundo es tan pequeño que me cabe en el bolsillo. Pero algo no está, no sé qué es lo que pasa, todo gira, todo tiembla. El sueño avanza, pero aquí estoy, a merced del clima, de la lámpara, de las ganas. La luz ciega, no escucho nada, todo es vacío. Pero una música suena, casi en la lejanía, casi por dentro de la piel. Una luz ciega, una música suena, un manantial de incertidumbre.

Camino solo, aunque sea por un rato pero solo. El color rojo cae. Cae y hace daño, tanta sangre tiñe el agua, tanta sangre difumina el alma, pero el corazón ignora. Ignora tantos problemas, se centra en otras cosas, en ser el centro. El color rojo cae y salpica. Salpica en las manos, salpica en la piel. Y deja huella, como al pasear por la arena, como al pisar barro.

Y dicen que al final nada queda, pero en mí quedan muchas cosas. Quedan todas aquellas miradas. Miradas que aún laceran la piel y el alma, que se impregnan de ganas de recordar, que están por todas partes. Me queda la zona contaminada que surgió al contacto con tu lengua. Me quedan todas aquellas horas muertas en pensar. En pensar en cada mentira, en que tus palabras son de cristal, en que tu contacto solo es ceniza. Y tu contacto es lo de siempre, quemaduras en la piel, demasiados rodeos. Y tantas palabras, tantas palabras que mueren con el contacto del parabrisas. Tantas brisas sin ti que para mí son solo viento. Tantas mañanas que no existen, tantos sueños que solo son pesadillas. Tantas lágrimas que no recuerdo haber llorado, tanta inconexión, tantos acentos, tanta falta de algo que no sé describir.

Y miro al suelo cada vez que camino, al otro lado la gente pasa deprisa. Tintinea la lejanía, dejando un rastro de palabras muertas, dejando la vista cansada, dejando el espíritu a la deriva. Tan cerca y tan lejos. Tanto espacio para luego tanto vacío. Tantas tinieblas en mi edredón, tantas preguntas sin respuesta. Y ¿de mí que queda? Los huesos rotos, los sueños por el suelo, los sentidos sin sentir. Y ya no siento, no siento este mal clima, no siento tu presencia, no siento tu aliento. No miro, fuera está lloviendo, fuera todo es fuego, fuera es demasiado lejos.

Demasiado lejos. Como un millón de estrellas a la redonda, cómo otra persona que sea como tú, como tus labios, como el horizonte cuándo intento agarrarlo con mis manos. El mundo se me viene encima, la Luna ya no sabe dónde esconderse, y solo queda una noche, una vela, un susurro, un adiós.

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