16.7.11

Cartas para nadie VI.

Insomnio.
(Del lat. insomnĭum).
1. m. Vigilia, falta de sueño a la hora de dormir.

Te escribo ahora porque no puedo dormir, aunque ¿sabes? Es lo mismo de cada noche. Aparto las sábanas, me tumbo en la cama, leo algo, apago la luz de la mesilla, cierro los ojos. Pero los tengo que volver a abrir. No sé qué me pasa, los pensamientos se me mezclan. Las emociones estallan. Algo se retuerce en mi interior. Algo merodea y respira cerca. Mis latidos son campanadas. Si me tapo me muero de calor y si no, solo siento frío. Y con todo ello se entreteje la penumbra. Afuera las farolas envían por carta luz anaranjada que se cuela por las rendijas de la persiana. El ruido de los coches se camufla, a veces, con el ruido del mar. Y me atormentan los martillazos del reloj, tan lentos, tan seguidos.

Recuerdo lo que ha pasado durante todo el día. Recuerdo cosas que siempre me repito que no tengo que recordar. Ya sabes, golpes, gritos, cicatrices, despedidas. De repente sé todo lo que hubiera tenido que decir y hacer para no errar. Pero ya es tarde. Ya es de madrugada. Aunque todavía faltan horas para amanecer. Y esa es otra, los errores los noto como escarificaciones recién hechas en mi piel. Y pesan toneladas. Y tienen eco. A falta de insomnio también vienen de visita fantasmas. Fantasmas que deambulan por la habitación, tocando todas las cosas, sin dejarme tranquilo. Te recuerdo a ti, contándome cualquier cosa, riendo por reír. Y en mis recuerdos, el humo que sale de tu boca, al fumar, es púrpura y dibuja espirales y mensajes ininteligibles. Mensajes secretos que desaparecen en algún lugar de mis párpados. Y parece que tu perfume vuelve a sumergir mis sabanas en tu presencia. Perfume que se disipa en un instante. Pero un instante que me hace olvidar la niebla. Me hace olvidar que tiene que amanecer, las horas, minutos y segundos que componen la noche. Me hace olvidar los huesos rotos, los gritos de tristeza de las plantas medio secas que malviven en macetas en algún lugar cercano a la ventana. Me hace olvidar las malas noticias de las diez, la sangre que salpica desde miles de kilómetros de distancia, el empeoramiento de la calidad del aire y el deshielo. Luego dejo de recordarte y todo vuelve a caer sobre mí y a rodearme, como si abriera un armario hasta arriba de trastos viejos.

Entre el denso y desgarbado ruido que se produce de mi cráneo hacia dentro, llega el atronador sonido que produce un grifo al gotear. Casi molesta tanto como el que causa el reloj, pero parece mucho más natural. Entre gota y gota, brota en mí un odio irracional hacia cualquiera. Me enfado con todo aquél que me ha dirigido la palabra. Me enfado con todos y al instante me reconcilio. Y entre la alegría y la tristeza, sigo perdido en un mar de noche en calma, donde fuertes corrientes me arrastran de una punta de la locura a otra. Del desván donde se amontonan mis secretos al incinerador en el que mis ideas se consumen.

Mientras te escribo esta carta me siento más tranquilo. Es como quitarme mil pesos de encima y poder descansar, estirar la espalda, dar algún que otro salto. Te escribo mientras el reloj da vueltas de campana, mientras las fieras acechan a sus presas, mientras infinitas almohadas se quejan por el peso. Y pensando en ti, pienso yo ¿qué será de mí? Veo el otoño estando a meses de distancia. Y entre tanto cambio de estación no sé si cambio, no sé si me inmuto. A veces me gustaría estallar como una bomba de racimo. A veces me gustaría arañar el sol hasta que desangrara energía sobre todos los sedientos.

Parece que va a amanecer y me entra sueño. Así mejor, así finalizo esta carta llena de desvaríos. Sabes que de ti no me olvido, pese a que el mundo gire y me despiste, pese a que ya casi no pueda reconocer el sitio en el que estoy. Así que buenos días, espero que, por lo menos, puedas dormir bien.

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