20.1.13

Alrededor del monstruo



Una fina capa de polvo recubre mis huesos, igual de fina que la impronta de saliva que deja la lengua sobre el cristal. Un ruido metálico acompaña al movimiento natural de mis articulaciones. Mi cabello cae sobre el rostro molestando a los ojos, cada mechón es compacto y sólido como adornos de escayola. Mis dientes tiritan en una boca yerma, con una lengua áspera como la de un felino. Al gesticular siento cómo se agrieta la tierra que es mi piel. Impregnada de escarcha como el cristal de los coches en las mañanas frías.  Juraría que mis costillas han sido sustituidas por mimbre. Y mi sombra es pálida, débil como un suspiro en medio de un huracán.  El peor alcohol me sabe a miel. Y mi risa me recuerda al arañar de la pizarra. Creo que ahora solo me conoce el vidrio, la hojalata, el hilo, el papel, los fósforos. Y el reflejo del espejo es cruel, me mira con la risa del lobo que observa un ciervo herido.  Sé que la realidad está allí, al otro lado de la ventana y no aquí, en este pantano sórdido, oscuro y cálido. En esta madriguera llena de objetos inútiles, de mis restos, de mis destartalados huesos, con los fantasmas de mis mudas de piel. 

El gato es pardo y a veces aparece por aquí, se pega a mis piernas mientras camina. Noto su escuálido cuerpo y su pelo corto rozar mi piel. No soporto al gato pero no tengo fuerzas para enfrentarme a él. El gato a veces se me queda mirando con la cabeza girada en un gesto imposible. Todo en él parece viscoso y más sus ojos lacrimosos haciéndome preguntas. Me enseña sus dientes y colmillos blancos cuando sonríe.  Son tan blancos que me hieren a los ojos. Juraría que me roba los cigarrillos. Dirá que los coge prestados pero nunca me los pide. Se pasea por aquí subiéndose a mis pertenencias, a las cajas. Devora a los ratones. Ratones metafóricos que me invaden por dentro, que roen mi materia gris. No los caza por mí, los caza por él, siempre está hambriento. El gato se despide quitándose el sombrero a la vez que ejecuta una exagerada reverencia.  ¿No dije que el gato lleva sombrero?

Hay una araña de color blanco, teje una tela de cristal en vez de la habitual tela de seda. No hago caso a la araña, se descuelga desde el techo hasta alcanzar mi oído. Me susurra, me cuenta cuentos, me habla de su vida. Está tejiendo, poco a poco, en mi techo, una lámpara de araña, con el cristal que ella fabrica.  No la he dado permiso pero la teje igual. Dice que le falta clase a mi escondite. Y luz. Yo no sé qué pensar, las lagartijas corretean a sus anchas fumando en sus pequeñas pipas. Lagartijas con miedo a tomar el sol, saben que aquí están seguras.

Han empezado a brotar malas hierbas atravesando el parquet. Imagino que han brotado por las gotas que, de vez en cuando, caen del techo desde esas inmensas goteras amarillentas. En realidad no me molestan, al verlas río y espero que llegue la primavera para comprobar si florecen. Hay pequeños guijarros grises esparcidos por aquí y por allá. Los cuadros que antes adornaban las paredes ahora están caídos. Mi ropa está hecha jirones.  Me encierro en mí mismo pero no hallo el absoluto silencio, me molesta, aunque me voy acostumbrado, al trabajo de la araña tejiendo la lámpara en el centro del techo.  

No, no me siento solo. Hay vida aquí. Pulula como loca manteniendo intactas sus rutinas. El gato se pasea a su antojo, viene a molestarme. La araña teje, las lagartijas corretean, y los bichos palo se sientan a hablar los unos con los otros por la noche. Nunca me han prestado atención pero han ido poco a poco devorando las páginas de mis libros. Los bichos palo son los únicos que actúan cómo si no estuviera. Coexistimos en paz. No hay manera de que pueda rebelarme contra los invasores. Las fuerzas se me escapan como cae la arena del reloj.  La hiedra intenta avanzar. A veces sube por mi espalda pero yo me aparto, la regaño, la mando fuera. Aunque siempre acaba por volver, es una invitada más sin invitación alguna, intentando hacer suyo mi territorio.

Pequeños roedores creados con carboncillo encienden hogueras, bailan alrededor. Sus pequeños cuerpos crean, a la luz del fuego, unas grandes sombras. Tocan diminutos tambores, beben hasta la madrugada. Y ríen plácidamente, luego, por fin cansados, escuchan atentos el piar de los pájaros azules que han anidado en una de las esquinas del techo. Se posan, en ocasiones, sobre mis hombros caídos, luego aletean y se marchan en busca de alimento.

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