24.9.10

Historias anónimas II

Regresé tras dos años, seis meses, catorce horas, cuarenta y ocho minutos. Contando solo el trayecto de vuelta, treinta horas, veinticuatro minutos. Regresé con una maleta cargada de vacío, con la mente llena de malos recuerdos. Regresé convertido en un héroe para mi país, y un trozo de metal lo atestiguaba. Un héroe más. Un villano más para el bando contrario. Nadie para el resto del mundo. Me recibieron con cariño, con la mirada de angustia, pena y amor de los que estuvieron sufriendo mi ausencia. Sentí el nexo irrompible de la amistad, la cortesía y las palabras amables de los vecinos y conocidos. Regresé a mi hogar y sin embargo no podía descansar en una cama después de tanto tiempo durmiendo en un saco de dormir, sobre algo parecido a una camilla de hospital. No podía olvidar el amargo sonido de las balas, los gritos, las bombas, la muerte. Al cerrar los ojos no podía olvidar como se perdía el brillo de las miradas, como de repente algo estallaba, como la gente corría desperdigada buscando sobrevivir. No podía olvidar la muerte de mis amigos, de mis aliados, de mis enemigos, de los civiles. Muertes sin sentido, sin honor, vacías. La muerte de un grupo de soldados al pasar por encima de una mina olvidada de otras guerras, que poco o nada, tienen que ver con esta. La muerte de enemigos cuyas armas eran de hace cuarenta años. No podía olvidar el aciago destino de los que se veían en medio del ejército y de la guerrilla, de los atentados, de las balas perdidas. No podía olvidar cada noche que me dormía preguntándome qué hacíamos allí, cuándo volvería a casa. Y no podía olvidar cada mañana levantándome antes de que amaneciera sin haber obtenido la respuesta.

Y tras tanto tiempo allí, a pesar de las ráfagas de metralla, de las explosiones y cañonazos, sólo obtuve leves magulladuras. Sin embargo, regresé plagado de heridas que no cicatrizarían tan fácilmente como lo hicieron los golpes, los moratones, y arañazos. Las heridas que me provocaron la impotencia de tener que disparar al no entender el idioma. La herida que causa observar como el tiempo se detiene al apretar el gatillo, al caer contra una trinchera y taparte los oídos para no quedarte sordo por el grito maldito y aterrador de una explosión cercana. Y tras tanto tiempo allí, al agacharme y acariciar la arena, sólo acariciaba el áspero dolor que me atenazaba la garganta. Y al atisbar el cielo por el día sólo contemplaba la estela de algo que ya nunca volvería ser lo mismo, y por la noche, las estrellas me recordaban el mar de puntos luminosos en el que se transformaba mi ciudad cuando se ponía el sol. Y tras tanto tiempo allí, me di cuenta de la realidad que me rodeaba, la absurda realidad que rodea todo lo absurdo. Me di cuenta de lo que significa luchar, de lo que significa vivir, y de lo que significa sobrevivir. Y me di cuenta, en aquellas veces que, entre tanques y helicópteros, creía menguar siempre había algo por lo que volver al mundo y seguir luchando, en medio del grotesco vendaval de lo tremendamente injusto.

En ocasiones, creí entenderlo todo y al mismo tiempo no saber nada. Creí que abandonaba el mundo a pasos de gigante. Escuché, vi y sentí momentos del pasado y me supieron a tristeza. Y el mundo entero se resquebrajaba cuando el correo se retrasaba o la cobertura de los sistemas de comunicación se perdía. Aún así, regresé. Desde luego no volví feliz, aún cuando volví a ver a mis seres queridos, aún cuando me encontraba a miles de kilómetros de mi regimiento. La enhorabuena de mis superiores, saludos militares, banderas, miradas de aprobación, todo lo esperado por cualquiera, pero bajo la piel, me atravesaban el cuerpo estalactitas de recuerdo y sufrimiento, y, como grandes nubes se alzaba en mi interior una gran furia hacia lo que mucha gente aún sin conocer cree, con orgullo, justo y necesario.

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