19.5.10

Granate apagado o fuera de cobertura

Me encuentro parado en mitad de la calle, mientras su vertiginosa velocidad transcurre a mí alrededor como si de una película rebobinada se tratase. El color se funde con la luz, la luz con el movimiento, el humo con el metal, el metal con el horizonte, el horizonte traspasa los edificios. Me encuentro parado, perdiendo la vida a cada instante, destrozándome los nudillos y las pezuñas, y los cuernos y la lengua recibiendo empujones de transeúntes movidos por la prisa, locos de atar, atados a horarios. Horarios que cansan hasta la muerte hora tras hora. Hora punta en sus corazones. Corazones que ya no sienten.

El sol se encuentra parado en algún punto por encima de mi cabeza, no lo puedo ver pero lo siento. Lo siento y quema. Quema como verte rodeado de aves fénix, como darle un abrazo a una estrella, como morir en la hoguera. El suelo de la acera también quema, pero sus millones de microbios ni se inmutan, siguen aferrados a la piedra, pasando sus vidas, siendo participes de la vida urbana. Me encuentro parado. Parado mientras el mundo se retuerce y respira, también tose y brinca, se sobresalta y se asusta. Parado y nadie se fija en que lo estoy. Para ellos sólo soy otra mota de polvo en sus recuerdos, otro rostro sin rostro, otra sombra, otro suspiro de viento, un eco alejado.

Me encuentro parado en mitad de la calle, pensando en el futuro de una ciudad anónima, en el futuro de sus ciudadanos anónimos, en el futuro de un mundo reinventado y arrasado mil veces. Miro el cielo y se encuentra demasiado alto como para arañarlo hasta llegar a sus huesos de nubes y hielo y que se desangrara lluvia ácida sobre todos nosotros. Miro el suelo, y hasta las flores huyen de él, como si fuera un cementerio de elefantes, una mirada que mata, un cáncer sin cura. Miro la calle. Una calle que se repite mil veces al norte, mil veces al sur, igual que ocurre en el oeste y en el este. Las mismas casas, los mismos carteles, las mismas luces, la misma miseria oculta entre sonrisas, los mismos secretos que empiezan al traspasar una puerta y que se acaban al abrir las ventanas, el mismo dolor en el pecho y en el brazo izquierdo, el mismo amor no correspondido en los balcones, la misma escarcha en el pelo y en la comisura de la boca, los mismos sentimientos tan difíciles de explicar que estallan. Miro un poco más lejos y sólo hay lo mismo. Una y otra vez, una y otra vez.

Me encuentro parado, aguantando la respiración, fundiéndome lentamente con el suelo, chillando en silencio, saltando sin moverme. Destrozando mi alma y mi mente contra las señales de tráfico y las palomas difusas y distraídas que pululan por todas partes. Pienso en la gente con prisa. Aquella gente igual, que siente y piensa lo mismo. Con algunas variaciones, pero con el mismo fondo donde convergen cenizas y cansancio, tristeza y alegría, sueños que se terminaron cuando la juventud acabó e historias únicas que esperan poder ser algún día contadas. Esa gente, que pasa a mi lado a la velocidad de la luz, dirigiéndose hacia sus vidas. Pasan deprisa pero la resignación que llevan pintada se deja notar como un aura clara. La resignación de vivir así y no de otra forma, de pertenecer a un lugar y no a otro, conformarse con lo que se tiene, dejar ir a tantas cosas…

La Luna empuja al sol y se pone en su lugar, alumbrando la misma calle en la que me encuentro parado, donde las mismas personas caminan y malviven, donde la prisa se viste con sus mejores galas. Me encuentro pensando en los insectos que prácticamente sin ser vistos conquistan la ciudad. Las hormigas, agujereando el asfalto y el parquet. Las arañas con un millar de patas metálicas tejen entre rincones de calles, de túneles del metro y alcantarillas, garabateando en el terciopelo y en las exclamaciones, mirándolo todo con sus ojos brillantes y decididos, esperando a que caigamos en sus redes. Las mariposas malgastando su corta vida entre el ocio del casco antiguo, perdiendo el tiempo sin nada que hacer, introduciéndose en estómagos, dejándolo todo a un lado.

El mundo sigue su curso deprisa, igual que la ciudad y sus habitantes y sus insectos, llenándolo todo de agua oxigenada y máscaras, de pinturas de guerra y besos que se pierden en el aire. Dejándonos ver las cosas a medias, tendiéndonos trampas, cubriéndonos de ambigüedad y anti materia, cubriéndonos de un ácido color granate apagado o fuera de cobertura.

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