29.5.10

Sleeping Lizard

Me cuesta hablar, me cuesta respirar y dar los buenos días. Vivo con costillas oprimiéndome los pulmones y con hiedra venenosa grapada al dorso de las manos para no poder agarrar las corrientes de aire que buscan sepultar de un soplido mis sueños. Y mis ojos de obsidiana gritan en silencio llamaradas de fuego y olas gigantes que barren las playas de tierra muerta y arrasan a los cangrejos que caminan en línea recta y en paralelo con el sol, y lo deja todo cubierto de algas verdosas que no paran de vender baratijas de latón y cubiertos de estaño. Y además lloran lágrimas saladas que me agrietan las mejillas y tienen vida propia. Y en cuanto se separan del lagrimal echan a correr y secan mi jardín, donde planto colmillos de lobo y árboles que miran con sus telescopios a la Luna y planean planear a otros jardines donde se les riegue más a menudo. Vivo con un reloj de cuco por corazón que tiene claustrofobia y un terrible miedo a volar. Pánico a las alturas como mis ganas de subir otro escalón. Y este cuco no se calla y además señala siempre la misma hora porque siempre es madrugada en mi corazón, que se contradice con mi cerebro porque en ese amasijo de células muertas y cuarzo siempre es hora de resaca. Y no puedo salir corriendo, porque mis piernas son patas de madera y todo son hogueras de verano, y si mi aventuro a poner un pie fuera del tiesto estallo en astillas y no me pueden reparar ni los astilleros.

Por eso encaramado al techo del cuarto me siento como un lagarto harto de sentir frío, harto de no poder camuflarse, harto de su lengua bífida, harto de sus escamas cubiertas de cicatrices y ceniceros donde se apagan las antorchas de los que no se quieren quedar a oscuras.

Y entre ascuas el lagarto lucha con el clima para volar y estrellarse contra el cielo y caer desamparado en un torrente de agua brava que le lleva a otro lugar dónde cobijarse de la lluvia no sea un problema, donde alimentarse de promesas y quizás, de deudas, de vicios, de luz artificial y de ganas de arder no sea necesario. Pero el lagarto no puede despegarse de su techo, no puede tomar el sol tumbado en una piedra y esperar a que el mundo gire tan deprisa que salgamos todos disparados contra la sonrisa del universo y cayendo en miradas traviesas naveguemos por agujeros negros y planetas habitados por el misterio y por las naves espaciales llenas de recuerdos. El lagarto se encierra en sí mismo, en ese chaparrón de arenas movedizas que tiene en lugar de órganos vitales, donde se resguarda de los copos de nieve cuando el vendaval es tan amargo y tan lleno de hierro oxidado que más vale no jugar al escondite. Tiñendo su sangre de negro como si quisiera devorar la noche y digerirla en un abrir y cerrar de ojos, para que tiempo y espacio fueran deshechos por sus jugos gástricos. Y sin tiempo ni espacio todo sería devorado a la vez por el lagarto y así todos los problemas, todo el griterío, todos los enjambres de coches y electrodomésticos, problemas de autoestima y agujas que hacen algo más que pinchar estarían atrapados en su estomago.

Y sigo sintiéndome como ese lagarto loco y dormido que cuando llueve cristal enseña sus venas, y cuando amanece araña al tenue color anaranjado del cielo y lo hace sangrar. Y la rabia que habita en él grita y el dolor aumenta, y la alegría hiberna hasta el verano y el dolor de muelas es un pasatiempo pasajero que se puede retomar cada mañana, y los barcos de papel no sirven de ayuda y las señales de tráfico son difusas igual que las pestañas de lo mismo de siempre, que no varía y que se difumina con la rutina y se mezcla con el aburrimiento para derretir neuronas y quemar vivo al espíritu.

Sigue dormido el lagarto, en algún lugar de mi cuerpo, donde la piedra, el papel y las tijeras se han cansado de luchar, pero se traicionan a la primera oportunidad y se rugen y se mienten y se aman y se odian, porque la soledad les hace hacer cosas inexplicables. Oxida las tijeras, pulveriza la piedra, arruga el papel. Y con ello la soledad me metamorfosea al lagarto y el lagarto aún así no vuela y sigue en el techo contando baldosas y babosas, y jarrones con rosas negras que no saben tener buenas conversaciones, sólo vomitar gramófonos donde gira el vinilo de la Muerte cantando y rogándole a la Vida que no se escape de entre sus manos y que le abrace para que se fundan en la misma tarta de cumpleaños sin velas, en la misma carta extraviada con información crucial cargada de impresiones de las retinas, y de retiradas de ejércitos invasores…

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