3.6.10

La mirada asesina y la medusa rota.

El mundo seguía girando, impasible, dejándonos casi sin segundos para reaccionar. Libres y cautivos, perdiendo el tiempo, partiéndonos el corazón. Libres y cautivos al mismo tiempo, deshechos por la bruma, ciegos por la indecisión. Y cuando miraba a las estrellas las estrellas no me devolvían la mirada porque sus ojos de fuego y cristal no entendían de miradas, su campo de visión era demasiado amplio para fijarse en detalles. Y cuando miraba al mundo no lo veía girar, sin embargo giraba, y a gran velocidad como si no le importara lo que pasara dentro de su coraza de atmosfera y nubes. Y los trenes no venían y las cartas se extraviaban y las sonrisas no existían más allá de las doce. Todo era porcelana a punto de romperse.

Y las calles, invadidas por mareas negras de lágrimas y tensión, y del continuo repiqueteo de relojes y sirenas, de cambios de clima, de facturas de luz, se hacían tan estrechas que el paso se hacía imposible. Y achicando agua en el desierto de sus ojos no había razones por las cuales no prenderse fuego, y volar donde las briznas de hierba no me asfixiaran, donde su perfume no me convirtiera en piedra. Los semáforos cubiertos de cartílago escuchaban la sonata que acompañaba a las agrias historias, aquellas donde la vida pasaba deprisa, donde aferrarse a los guijarros no eran buenas opciones, donde volverse loco terminaba siendo contraproducente. Aquellas historias de una mirada asesina y una medusa rota que por más que nadaba la mirada asesina era demasiado asesina. Y la amnesia, harta de llorar, se olvidaba de beber champagne a solas para al ver las horas pasar no echar de menos. Y la medusa rota, sin tiempo ni espacio, ni ninguna dimensión por la que vagar a oscuras. Y la mirada asesina, jugando a asesinar, a veces conscientemente otras veces no hacía más daño que millones de esquirlas atravesándote el cerebro a la vez. Y la mirada asesina no dejaba de revolotear y de mirar, y de guiñar, y de saltar de azotea en azotea, dejando pestañas como recuerdo. Pero siempre, desapareciendo entre estampidas de botellas vacías y sonido de pisadas, dejando a la medusa rota más rota todavía.

Y en el desván del fin del mundo una gran hoguera invitaba a los transeúntes a saltar al fuego, y una gran tetera prometía quitar la sed. Pero la medusa rota, sin sed ni venas, sólo sentía hambre y un terrible vació. Y sólo comía tornillos y lana, y su corazón era un agujero negro que absorbía tumores cerebrales y resfriados. Y alejada la medusa, allí, en ese lugar cuya calma siempre era sospechosa, no podía dejar de romper espejos y abrirse en canal, y llenaba de brechas el horizonte, y de hematomas el furioso foso donde convergen celos y pasión. Y su garganta, atravesada por mil espadas lloraba lágrimas amargas con forma de clave de sol. Triste melodía con exceso de sal y día gris, y al desangrarse lentamente todo cobraba tanto sentido que abrumaba, como abruma estar entre demasiada gente y no poder ni moverse, como abruman las respuestas que no gustan, los momentos de decir la verdad. Y la medusa, vestida con una camisa de fuerza hecha a medida escribía sin tinta en el oleaje un mensaje de socorro. Y un océano intoxicado y cruel borraba el mensaje y se reía llenándolo todo de espuma y de algas.

Y a años luz del desván del fin del mundo, una mirada asesina feliz y despreocupada recorría con su lengua de plata el suelo lleno de cristal y pelusas de una vida que podría haber sido sino mejor completamente distinta como la montaña rusa que sube y baja, mientras gritos y adrenalina explosionan en las vertebras. Y la mirada asesina, sin sueños que soñar, miraba a una primavera, y se acercaba y se alejaba, y a su alrededor todo moría, para luego, sin decirle nada a nadie darse la vuelta, echar a correr y devorar al invierno. Y a su paso brotaba un signo de exclamación, y la estela que dejaba fumigaba la alegría, causaba el caos.

Y a tanta distancia, una mirada asesina languidecía en secreto y una medusa rota caía por el pozo sin fondo del misterio y del siguiente día.

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