Cada noche me digo
que mañana olvido,
plagada la almohada de terrores
nocturnos
y el sueño de tazas de café.
La luna no se
contenta con pasar,
apuñala.
Y a veces truena y nieva.
Entra el viento abriendo
con violencia la ventana,
revolviendo y mandando lejos
los papeles que tengo encima de la mesa,
volviendo locas a las cortinas.
Intento adivinar qué
se oculta
entre esta humareda oscura,
pero siempre me acabo topando
contra el techo,
y con él
mis pensamientos se golpean
y se enrabietan.
Se convierte mi cabeza
en una pecera llena
de tiburones hambrientos,
en un nido de pájaros locos,
en un edificio en llamas,
en una espesa pasta
con algún que otro chispazo
eléctrico.
Miro al techo a los ojos,
y su rostro inescrutable me devuelve la mirada,
junto con el eco
de todas aquellas preguntas
que no me quiero hacer,
los secretos que me
oculto,
las historias que
creí haber borrado.
Y con un chasquido los muros caen
y la tierra se abre,
entonces los fantasmas
se envalentonan y atacan,
invadiendo mi cabeza
obligándome a enloquecer
un poco.
Y boqueando llamo al sueño
pero solo acude cuando ya es
demasiado tarde.
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