Llevo varias horas despierto.
¿Despierto? No sé, tal vez despierto no es la palabra adecuada. Pero de repente
hubo un chasquido, clack, y salí de
mi letargo y me senté delante del escritorio y busqué un papel en el que
escribirte esto. En cierto sentido me has
despertado. Tampoco sé muy bien qué escribirte, tal vez eso no sea
importante y el hecho en sí, sí lo
sea. ¿Recuerdas aquella vez en el lago? Ya, ha pasado una eternidad. Yo sí me
acuerdo, a veces, me viene a la memoria, aunque esté pensando en cualquier otra
cosa, viendo la televisión o escuchando música. De repente aparecemos en el
lago y el viento te revuelve el pelo y tú te afanas en colocarlo de cualquier
manera. Sólo fuimos aquella vez al lago. Tú me dijiste: “háblame del amor”. Yo
miré hacia otro lado esperando encontrar la respuesta, un poco de tiempo para contestar
algo convincente. No sé me ocurría nada, me quedé en blanco. Creo que hoy sería
capaz de contestarte, ya sabes, si volvieras a preguntármelo. Sé que no lo
harás, ya para nosotros no existen más preguntas, más lagos, ni nuevos
recuerdos. Ya no queda nada, como en los minibares de los moteles de carretera
o en las aldeas arrasadas por los Bárbaros.
Pongamos que estás aquí, a mi
lado, y vuelves a clavarme la mirada, a arrinconarme, y a decirme: “háblame del
amor”. El amor… el amor… es aquello que nos coge por sorpresa, que nos sepulta
y nos hace mortales. Que nos arranca el corazón y nos debilita. Nos ataca la
fiebre, las arritmias, el estrés, la tristeza. El amor es aquello que arde, sí,
que arde y que al final acaba por desaparecer, de una forma o de otra, en más o
menos tiempo, pero desaparece. Cómo un maldito pájaro de plumaje exótico que se
posa en tu ventana una mañana cualquiera. Lo miras, ahí, parece ajeno a todo
moviendo la cabeza hacia los lados, observando la calle con sus ojos negros y
brillantes. No te mueves, casi ni respiras. Pero de repente el pájaro echa a
volar y se escapa. Y le ves, boquiabierto, aletear dirigiéndose a cualquier
otra ventana. Y no sirve de nada llamarle para que vuelva, a gritos, con la
frente apoyada en el cristal frío. Deja de latir el corazón hasta que asimilas
que se ha marchado. El amor tiene tanto de milagro, de salvación, como de
castigo y tortura. “Háblame del amor”. El amor aparece y toca a dos, a cuatro, a
diez, a mil, pero no lo hace a todos por igual, si no mira cómo hay quién se
alza y quién cae de rodillas. Hay quién sale reforzado y quién hundido.
Ahora tengo algo que decir y es
que, a pesar de todo eso, hay que ser fuerte y estar a la altura de la
responsabilidad que nos confiere el amor, la responsabilidad que nos confiere
el amor que nos profesan otros. Si te golpea el amor se prudente, nadie lo es
por eso siempre llega el desastre. No utilices el amor para excusarte. No difumines
el amor, no digas que es libre. No te mientas. Aunque lo escondas y sonrías ahí
está esa caja llena de celos y de ansias de posesión, y de locura. Mira atrás,
la vez que te tragaste el amor en silencio y lo digeriste como si se trataran
de cristales. De aquella vez que saltaste al vacío y caíste contra el suelo. De
cuándo todo parecía ir bien. De cuándo no lo fue… todo lo que hiciste y que no
valió la pena. Nos arrancan el amor y solo queda el hielo. Y ese incómodo
silencio cargado de pensamientos con la solución a todos los errores. Sabes
bien de qué te hablo.
Dejo de escribir durante unos
instantes y miro los folios, arrugados y con las líneas tambaleándose, con
menos fuerza de lo que había pensado. Aquí ando, perseguido, extraño, atacado,
pero lúcido, sí, lúcido. Y puede que te preguntes, si es el amor, su eco, sus
golpes, lo que me hace seguir recordándote y escribirte todo esto. Sin embargo,
tiene más que ver con esos pensamientos a los que he hecho referencia, que
traen la tardía solución a los fallos, las palabras que debí decir, lo que tuve
que haber hecho y lo que no. Todo eso que ya no importa, que no sirve, y que
por eso quema.
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