Un libro es
una nube que descarga su tormenta sobre mí. Cada gota lleva dentro una pequeña
palabra escrita con pulcra letra negra. Se escucha un gran estruendo y, de
repente, me cae una gota sobre la frente. Es fría y cálida al mismo tiempo y
condensa la palabra Reloj. Un reloj sin horas, de bolsillo, plateado. De esos
que se abren y guardan una foto dentro, una foto en sepia, o en blanco y negro,
muy antigua.
Dos gotas
impactan contra mis ojos. Descubro las palabras Luna y Noche. Una luna siempre
llena, con rostro y sonrisa misteriosa como la Gioconda, que mira sin decir
nada, muda, los pasos que vamos dando, las reuniones secretas de los gatos, los
altibajos, el vapor que exhalan las alcantarillas. Y una noche de verano de
esas de subirse al tejado y aprenderse las constelaciones de memoria. De pedir
deseos a estrellas que no son más que meteoritos desintegrándose. De mirarnos
con los ojos, sentirnos con las manos, como si hubiera dejado de existir ese
reloj sin horas, de bolsillo y plateado.
Una gota cae
sobre mi oído izquierdo. Escucho la palabra que se transmite con un susurro
cuando la gota se seca… shh... dice Ojalá. Como también está escrito en la
frente de un padre que mira a su hijo con decepción. Como va entre mis venas,
en sus labios, en cada corazón. Bordado sobre el silencio, pesando como hierro
en las mochilas de sueños que acarreamos de aquí para allá sin ton ni son, sin
atrevernos a parar y ver qué guardamos dentro. Una bicicleta nueva, tal vez, un
día más de vida, aquél pastel de cumpleaños, el parque de atracciones vacío, el
corazón recompuesto y como nuevo.
Otra gota
cae sobre mi boca. Helada, gélida como las manos del invierno. Sabe a lo que
debe saber la palabra Justicia. A agua procedente del deshielo que baja de una
montaña irreal. Justicia como cada mañana con sol de un día que no es de
diario, un billete encontrado en un bolsillo. Una caricia por sorpresa, un
villano menos y sin tantos héroes póstumos. Justicia a la sombra de estos
árboles que no sirven para hacer leña. Justicia alejándose como un globo rojo
que ha soltado un niño pequeño sin querer
Y otra gota
cae sobre mi lengua, pica como pica la pimienta negra. Sí, sabe a rutina. La
rutina de despertar con las sábanas revueltas, el despertador llamándome a
gritos y un día más para arrancar una hoja del calendario, desmenuzar mis horas
entre aceras grises, paradas de metro, rostros sin gestos, pantallas de
ordenador, el móvil necesitando un chute de energía eléctrica. Una oficina
abisal en este fondo marino de los trabajos que consisten en realizar informes,
con una silla con ruedas y un jefe en un despacho. La rutina del amor sin amor con
forma de cigarrillo, del dolor de las despedidas en tantos andenes que ahora
los trenes patinan por los raíles, de la alegría, de los ojos cerrados, de
escuchar como respiras, de perderte para siempre.
Una gota cae
sobre el pecho estalla como un pequeño fuego artificial y me dice con voz
suave, casi conmovida Final. Y lo siento como un golpe a un tambor tribal. Mi
corazón se para, no quiero pero se para y no es justo, y no hay reloj, y no lo
conciben las noches y sus lunas, ni mi rutina, ni ninguna palabra porque mi
corazón no sabe leer solo escucha e intenta comprender esta vida de ensayo y
error. Pero al final comprende que es el final y se apacigua, parándose,
tranquilo.
Nunca ha servido
para dormir
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