20.9.12

Tal vez sea allí I



Ahora estaba sentado sobre la inmensa roca que coronaba la pequeña montaña delante del pueblo. El viento nocturno era frío y en el cielo las nubes se movían rápido resplandeciendo con un brillo morado oscuro. Observaba el pueblo: la luz anaranjada de las farolas iluminaba las calles y algunas de las fachadas, desde la distancia, me recordaba a una hoguera. Entre la luz, los tejados oscuros apuntaban a las nubes. El viento silbaba al entrar en los recovecos secretos del bosque y al zarandear las copas de los árboles. Entremezclado con la vista y el oído, llegaba el olor del agua y el de la leña que despedían las chimeneas. 

Hacía la temperatura perfecta para echar de menos, la melancolía chocaba con uno, siempre en estas ocasiones, como la lluvia de un nubarrón personal que pende sobre nuestras cabezas. Hacía tres años que estaba aquí. Se podría decir que llegué por casualidad, tal vez, como todos los perdidos y los que huyen, llegan, a veces, a un destino inesperado donde al fin pueden dejar de correr, donde no se tiene miedo de que te alcancen las garras de la vida anterior.

Mi vida anterior… solo habían pasado tres años y se me antojaban a muchos más. No es que la vida fuera complicada, no hubo nada oscuro, ni un secreto terrible que ocultar. No era un preso fugado, ni un loco… ¿ni un loco? Sin embargo, un día podría decirse que la vista se me desenfocó y dejé de comprender las cosas. Tenía la sensación constante de que el agua me llegaba al cuello. Las palabras que escuchaba me molestaban, el contacto con los otros era rutinario, por compromiso y cada vez más vacío. Detestaba la organización del mundo, detestaba casi todo. Y no encontraba la explicación a todo ello. Las noticias me mareaban. Ni siquiera el amor pudo salvarme. Todo estaba lleno de duda y de fragilidad. No podía sincerarme con mis amigos, ni con la familia, ni con nadie. Tampoco hallaba las palabras correctas para expresarme. Tal vez, hubiera sido todo peor si lo hubiera hecho. Había un grifo abierto e imaginario en mi frente por el que caían las emociones quedando solo pequeñas gotas de todas ellas dentro de mí. 

Entonces, poco a poco, la idea de marcharme empezó a cobrar fuerza, expandiéndose, invadiéndome, hasta hacerse inaguantable. Tenía que hacerlo, no importaba adónde, y tenía que hacerlo pronto. Empecé a prepararme para el viaje sin pensar en nada más, absorto en ello mis conocidos me preguntaban por qué estaba tan ocupado pero yo no revelé nada. Me compré un mapa pero decidí que no pensaría en lugares exactos, y de decidirme, sería a la hora de comprar el billete de tren.

Una vez en la estación de tren apagué el móvil y decidí guardarlo en la mochila aunque no lo iba a necesitar. Sentía curiosidad por ver quién me llamaba una vez se constatara mi huida. Sentía crecer la emoción mientras esperaba expectante en el andén.  Una vez hube encontrado mi asiento y al haberme acomodado me quedé dormido. Era pleno día pero fue como si la fuerte corriente de un mar negro me hubiera arrastrado hasta su fondo. Me despertó la voz de uno de los trabajadores del tren cuando llegamos al fin del recorrido. Aparecí en una pequeña estación de tren que tenía una pequeña cafetería. El café era malo pero la música no lo era, decidí mirar en el mapa dónde me encontraba y decidir qué hacer a continuación.

Con el dedo índice recorrí la línea ferroviaria que nacía en mi ciudad para morir en la estación donde me encontraba. Alrededor de seiscientos kilómetros había hecho en la primera etapa de mi huida. Pagué el café y eché un vistazo fuera. No me gustó la visión de los anodinos edificios grises de seis plantas, todos iguales, extendiéndose por calles trazadas con cuadrículas. No había sorpresas, todo era lo mismo una y otra vez, una y otra vez. Me recordaba a uno de esos barrios residenciales y nuevos del extrarradio. No era el lugar que buscaba. Volví a la estación y compré otro billete. Seguía subiendo hacia el norte.

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