22.9.12

Tal vez sea allí III



Al llegar la noche hacía mucho frío. Esperando en el andén tuve que usar casi toda la ropa que llevaba, incluso me puse el chubasquero, pero a pesar de todo seguía tiritando. En el camino de vuelta hacia la casa de la guardabosque continuamos hablando. 

-¿Sabes lo que me gustaría hacer a mí? –me preguntó.

-No, dime.

-Ver el mar. Sí, lo he visto por televisión y todo eso, pero no he viajado nunca a la playa, ni siquiera he estado cerca de la costa. ¿Tú has visto el mar?

-Sí.

-¿Y qué te pareció?

-No sé, es bonito. No le he dado mucha importancia, tal vez, por haberlo visto en varias ocasiones. Puedo vivir sin él, en cierto sentido, pero sí he de decir que es una de aquellas cosas que te hacen pensar, incluso aunque no quieras. Lo miras en silencio mientras escuchas  las olas romper. Pasan los segundos. Y de repente, se empieza a recordar, o a reflexionar. Y de nuevo el agua golpea la orilla, y se retira, y llega el olor de la sal. Y sigues pensando hasta que te obligas a apartar la vista y marcharte. 

-Vaya, cuando lleguemos a mi casa, haré algo de cena, encenderé las estufas, y me contarás historias sobre el mar hasta que me quede dormida si no te importa. Hay dos sofás, utilizarás uno y yo otro.

-Me parece bien, cualquier cosa con techo y paredes me sirve para dormir. 

Cuando llegamos a la parada del tranvía, especialmente construida para visitar la casa del guardabosques, todo estaba tan oscuro que ella tuvo que utilizar la linterna, más por mí que por ella, ya que se conocía el terreno de la montaña como la palma de su mano. Al lado del porche descansaba aparcada la motocicleta roja. Una vez dentro de la casa, se apresuró a encender la luz y las estufas. Era una casa pequeña: salón, una habitación, un baño, y la cocina, medio incorporada al salón. Sin embargo era agradable, y cálida una vez encendidas las estufas. Fotografías del bosque y la montaña enmarcadas colgaban de la pared. Preparó un plato local de rápida elaboración, según me contó en los no más de diez minutos que duró su preparación. Consistía en una sopa caliente, ligeramente picante y de color oscuro, con largos fideos y pequeños trozos de carne y verduras. Cenamos en silencio en el salón. Después de recoger me dio la receta de la cena que apresuré a apuntar en la libreta. Era un plato sencillo que podría preparar en mi viaje. Luego, me acerco mantas y me dejó elegir uno de los dos sofás para dormir. Ella se trasladó al otro, también con mantas y la almohada de la cama de su habitación dispuesta a escuchar cualquier historia sobre el mar. 

-Venga, cuéntame más cosas. Estoy cansada y así dormiré estupendamente. Me fío de ti, además.

Yo sonreí también cansado y empecé a hablar. 

-Muy lejos de aquí está mi ciudad. Y a unas cuantas horas en tren hacia el sureste se llega a la playa dónde iba de pequeño. Bueno, poco antes de abandonar mi ciudad también iba. La playa siempre estaba abarrotada de turistas, cuando era temporada alta no se podía ni estar. Así que un día seguí la línea de la costa montado en la bicicleta. Pasé el cabo que había al final de la playa encontrando otra playa igual de llena. Después de una hora de andar pedaleando siguiendo la costa llegué a un precipicio donde el agua de las olas llegaba hasta el borde cuando chocaban con la pared de piedra. Me acerqué y vi que si continuaba mi camino y dejaba la bicicleta y descendía un par de metros, podría llegar hasta una cala pequeñísima y de arena tan blanca como la harina. No había nadie, me alegré por ese descubrimiento y llegué hasta allí. Alrededor la roca se había vuelto irregular y porosa por la erosión. Sobre la arena y por las rocas pequeños cangrejos rojizos correteaban con su peculiar manera de hacerlo. Iba todos los días ahí. Siempre con la marea baja, cuando subía la marea la cala desaparecía.

-Vaya, me gustaría ver tu cala secreta algún día. Venga, sigue hablando, me estoy quedando dormida.

Y seguí hablando. Por la mañana me despertó el sonido de la cafetera y las noticias de la radio. Después de asearme y desayunar la guardabosque me acompañó al pequeño andén a esperar al tranvía colgante. 

-Bueno, ya te vas, espero que tengas suerte y encuentres lo que buscas.

-Muchas gracias, yo espero que veas el mar  pronto.

-Escucha, te parecerá raro, pero te voy a dejar mi dirección. Aunque no lo creas hasta aquí llega el correo. Mándame una postal o escríbeme desde aquellos sitios por los que pases, en especial, si llegas a tu destino.

-Claro, lo haré.

-Siento curiosidad por tu aventura. Me has caído bien.

-Tú a mí también, muchas gracias por todo, de verdad. 

-Ya viene el tranvía colgante.

Y vino el tranvía colgante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario