5.9.12

Uroboros III


Al llegar estaba solo. Dije su nombre unas cuantas veces pero nadie respondió. El aire entraba frío por las ventanas abiertas para crear corriente. El blanco de la pared parecía más blanco de lo habitual, casi iluminado. El silencio era casi materia, lo notaba como una sábana echada por encima. Entonces vi el papel. El pequeño trozo de papel estaba doblado por la mitad sobre el mueble de la entrada. En él, escrito a mano, se leía:

Se ha hecho tarde

Lo dejé caer de entre los dedos. El significado era claro y letal. Era un martillazo. Un final escrito a mano en una nota doblada sobre el mueble de la entrada. Ella se había ido y yo me sentía terriblemente cansado, como, si de repente, una aspiradora me hubiera succionado la energía. La visión empezó a emborronarse. No comprendía nada. Era una persona que había salido de un hogar y había vuelto a una casa vacía. Antes de pensar en la soledad, en el desamor, en la ruptura. Antes de pensar adónde había podido irse ella, antes de cualquier pensamiento, solo pude obedecer al cansancio. Me quité los zapatos y me tumbé en el sofá. Al cerrar los ojos me abrazó un sueño oscuro como el interior de un pozo sin agua. Un sueño lento y sordo como el vaivén del péndulo de un reloj. 

Al despertar seguía cansado pero era más llevadero. Había oscurecido. No puede evitar pensar:

Se ha hecho tarde.

Me incorporé despacio y apoyé los codos sobre las rodillas y, a su vez, la barbilla sobre las palmas de las manos. ¿Y ahora qué? Me dije, no tenía ninguna gana de levantarme. No tenía ninguna gana de mirar alrededor. Todo me recordaba a ella, a los días años atrás donde la tinta corría, donde la vida corría y bailaba dándonos la mano. No quería ver las fotos, no quería ver el hueco del armario sin su ropa, ni las macetas de sus plantas, ni los regalos de Navidad o de mi cumpleaños que ella me dio. Todo era ella. Y ella no estaba. No quedaba nada para mí. Con su ausencia era yo el que no estaba. Una parte de mí se había marchado lejos, a un lugar donde ella estaba a mi lado. No hacían más que unas horas que se había ido y yo me sentía abandonado durante siglos. Durante tanto tiempo que solo quedan las ruinas, la maleza cubriendo mis rincones, los animales salvajes anidando en mí. 

Se ha hecho tarde

Conseguí levantarme, había vida después de todo. Débil y sin sentido, sin brillo, ni magia. Una vida en mí gris como el hormigón, y densa como el lodo. Al levantarme creí escuchar los pequeños golpes que debían de hacer los trozos de corazón al caerse al suelo. Un sonido tristemente melodioso, como el cristal cayendo encima del metal. Me miré al espejo. ¿Seguía siendo yo? Repase mi rostro, apagado, casi más que la oscuridad que reinaba en el salón producto del atardecer. Las arrugas en la frente, finas, pero ahí estaban. Minúsculas al lado de los ojos. Habían pasado los años después de todo. Tanto para ella como para mí. Ya no reíamos sin parar atrincherándonos en la cama. Ya no nos mecía el humo que a veces invadía el cuarto. Ya no nos contábamos secretos. Ni hablábamos entre susurros. Decidí dejar de mirarme en el espejo.
El siguiente paso que di fue más complicado. Me dirigí a la entrada y ahí sobre el suelo estaba la nota. Me agaché a recogerla. La abrí, la miré, la leí:

Se ha hecho tarde.

Seguía siendo la misma nota. Seguía teniendo escritas las mismas palabras. Todo volvía a empezar, un funesto Uroboros, atroz y brutal, como un cuchillo de hielo atravesando de parte a parte el alma. El trazo de las letras negras parecía un poco endeble, quise creer, como si dudara al marcharse. A lo mejor volvía, me dije. A lo mejor no era tarde. Algo en mí se agitaba ante tales pensamientos. La conocía. Sabía que si se marchaba era para no volver. Algo en mí, aun no queriendo escuchar, gritaba:

Se ha hecho tarde. 

Repasé mis fallos, mis errores, la lista de lo que nunca dije y tenía que haber dicho. Luego lo negué todo, pensé: yo siempre actué bien, ella es la culpable. Y dejé de entristecerme para dejar paso a la rabia, que al instante, se tornó en tristeza otra vez al ver sin querer una foto de ella en medio del pasillo con la colcha de la cama enroscada alrededor del cuerpo. Pasaban los segundos, segundos camicaces que chocaban contra mí y me herían al morirse. Recordaba los poemas que nos escribíamos sobre la piel, las largas tardes intentando evadir el miedo a la rutina. Reuniendo fuerzas para arrasar los días laborables de la semana de una bocanada. Sus manos ya no eran mías, ni su cuello, ni su espalda. 

Sentía el oleaje arrastrarme. Oleaje que antes resistíamos. Y todo el tiempo que habíamos pasado juntos había volado deprisa, como los cuervos que se posan en el asfalto y que espantan los coches al pasar. Los recuerdos escocían, eran como serpientes ciñéndose alrededor de mis costillas. Ahora, sin ella, estaba perdido en un inmenso desierto. Espejismos por todas partes que me devolvían la alegría. Ruido de llaves, pasos, el teléfono sonando en la casa de al lado. Pero al comprender volvía de nuevo al desierto. A vagar y vagar y vagar. Estaba preso, sin pretenderlo, y solo existía  una certeza:

Se ha hecho tarde.




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