Al llegar estaba solo. Dije su
nombre unas cuantas veces pero nadie respondió. El aire entraba frío por las
ventanas abiertas para crear corriente. El blanco de la pared parecía más
blanco de lo habitual, casi iluminado. El silencio era casi materia, lo notaba
como una sábana echada por encima. Entonces vi el papel. El pequeño trozo de papel
estaba doblado por la mitad sobre el mueble de la entrada. En él, escrito a
mano, se leía:
Se ha hecho tarde.
Lo dejé caer de entre los dedos.
El significado era claro y letal. Era un martillazo. Un final escrito a mano en
una nota doblada sobre el mueble de la entrada. Ella se había ido y yo me
sentía terriblemente cansado, como, si de repente, una aspiradora me hubiera
succionado la energía. La visión empezó a emborronarse. No comprendía nada. Era
una persona que había salido de un hogar y había vuelto a una casa vacía. Antes
de pensar en la soledad, en el desamor, en la ruptura. Antes de pensar adónde
había podido irse ella, antes de cualquier pensamiento, solo pude obedecer al
cansancio. Me quité los zapatos y me tumbé en el sofá. Al cerrar los ojos me
abrazó un sueño oscuro como el interior de un pozo sin agua. Un sueño lento y
sordo como el vaivén del péndulo de un reloj.
Al despertar seguía cansado pero
era más llevadero. Había oscurecido. No puede evitar pensar:
Se ha hecho tarde.
Me incorporé despacio y apoyé los
codos sobre las rodillas y, a su vez, la barbilla sobre las palmas de las
manos. ¿Y ahora qué? Me dije, no tenía ninguna gana de levantarme. No tenía
ninguna gana de mirar alrededor. Todo me recordaba a ella, a los días años
atrás donde la tinta corría, donde la vida corría y bailaba dándonos la mano.
No quería ver las fotos, no quería ver el hueco del armario sin su ropa, ni las
macetas de sus plantas, ni los regalos de Navidad o de mi cumpleaños que ella
me dio. Todo era ella. Y ella no estaba. No quedaba nada para mí. Con su
ausencia era yo el que no estaba. Una parte de mí se había marchado lejos, a un
lugar donde ella estaba a mi lado. No hacían más que unas horas que se había ido
y yo me sentía abandonado durante siglos. Durante tanto tiempo que solo quedan
las ruinas, la maleza cubriendo mis rincones, los animales salvajes anidando en
mí.
Se ha hecho tarde.
Conseguí levantarme, había vida
después de todo. Débil y sin sentido, sin brillo, ni magia. Una vida en mí gris
como el hormigón, y densa como el lodo. Al levantarme creí escuchar los
pequeños golpes que debían de hacer los trozos de corazón al caerse al suelo.
Un sonido tristemente melodioso, como el cristal cayendo encima del metal. Me
miré al espejo. ¿Seguía siendo yo? Repase mi rostro, apagado, casi más que la
oscuridad que reinaba en el salón producto del atardecer. Las arrugas en la
frente, finas, pero ahí estaban. Minúsculas al lado de los ojos. Habían pasado
los años después de todo. Tanto para ella como para mí. Ya no reíamos sin
parar atrincherándonos en la cama. Ya no nos mecía el humo que a veces invadía
el cuarto. Ya no nos contábamos secretos. Ni hablábamos entre susurros. Decidí
dejar de mirarme en el espejo.
El siguiente paso que di fue más
complicado. Me dirigí a la entrada y ahí sobre el suelo estaba la nota. Me
agaché a recogerla. La abrí, la miré, la leí:
Se ha hecho tarde.
Seguía siendo la misma nota.
Seguía teniendo escritas las mismas palabras. Todo volvía a empezar, un funesto
Uroboros, atroz y brutal, como un cuchillo de hielo atravesando de parte a
parte el alma. El trazo de las letras negras parecía un poco endeble, quise
creer, como si dudara al marcharse. A lo mejor volvía, me dije. A lo mejor no
era tarde. Algo en mí se agitaba ante tales pensamientos. La conocía. Sabía que
si se marchaba era para no volver. Algo en mí, aun no queriendo escuchar,
gritaba:
Se ha hecho tarde.
Repasé mis fallos, mis errores,
la lista de lo que nunca dije y tenía que haber dicho. Luego lo negué todo,
pensé: yo siempre actué bien, ella es la culpable. Y dejé de entristecerme para
dejar paso a la rabia, que al instante, se tornó en tristeza otra vez al ver
sin querer una foto de ella en medio del pasillo con la colcha de la cama
enroscada alrededor del cuerpo. Pasaban los segundos, segundos camicaces que
chocaban contra mí y me herían al morirse. Recordaba los poemas que nos
escribíamos sobre la piel, las largas tardes intentando evadir el miedo a la
rutina. Reuniendo fuerzas para arrasar los días laborables de la semana de una
bocanada. Sus manos ya no eran mías, ni su cuello, ni su espalda.
Sentía el oleaje arrastrarme.
Oleaje que antes resistíamos. Y todo el tiempo que habíamos pasado juntos había
volado deprisa, como los cuervos que se posan en el asfalto y que espantan los
coches al pasar. Los recuerdos escocían, eran como serpientes ciñéndose
alrededor de mis costillas. Ahora, sin ella, estaba perdido en un inmenso
desierto. Espejismos por todas partes que me devolvían la alegría. Ruido de
llaves, pasos, el teléfono sonando en la casa de al lado. Pero al comprender
volvía de nuevo al desierto. A vagar y vagar y vagar. Estaba preso, sin
pretenderlo, y solo existía una certeza:
Se ha hecho tarde.
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