Me pasé una semana durmiendo en
los trenes de horario nocturno. Cada mañana despertaba en una estación
diferente. Desayunaba en alguna cafetería y exploraba el lugar. En una de las
ciudades el calor era insoportable, levantada en un terreno árido, no conseguí
explicarme el sentido de aquella urbe. Calor y un viento cortante y abrasador,
los lugareños tenían la piel tostada y la mirada de hormigón, volcaban sus ojos
en mí con cierta hostilidad. Llegué a otra ciudad dónde siempre llovía y el
musgo lo cubría todo. Paseé por las calles solitarias salpicando mi pantalón
con el agua de los charcos, acompañados mis pensamientos del ruido de la
tormenta. Al verme vagar por las calles un matrimonio de ancianos me ofreció
entrar en su casa, a secarme y cenar algo. Esa noche la pasé con ellos. Al
anochecer el ruido de los grillos bloqueaba cualquier otro sonido, y
calentándome al lado de la chimenea me contaron historias mientras el fuego
crepitaba y sentía el peso sobre mis manos de una taza de té caliente. Me
desperté al amanecer y escribí en mi libreta uno de aquellos cuentos, la historia
del Ciervo de la Lluvia. Sobre la cama, aún tapado con las gruesas mantas, y
con el cielo nuboso pero llenándose de luz empecé a pensar que quizá
consiguiera arreglar mi visión de la vida y de todo aquello que la compone.
Quizá consiguiera encontrar un poco de sentido en toda esta extraña masa, de
líos de metal y cables, rebosante de injusticia y locura. Después del desayuno
me dieron una bolsa con diferentes alimentos, un chubasquero y un paraguas, yo
lo único que podía ofrecerles a cambio era no olvidarles.
Volví a pasar las noches en el
tren. Una mañana salí del tren y aparecí en una estación que sólo se componía
de un andén y una cochera. Delante una inmensa montaña se erguía sobre la
tierra hasta atravesar las nubes. La ciudad se encontraba arriba, me dijeron,
tenía que coger el tranvía colgante. A
un kilómetro se encontraba la parada del tranvía colgante, al llegar vi
gigantescos postes sucederse cada quince metros en línea recta, subiendo por la
montaña. Los postes sujetaban el grueso cable de metal que utilizaba el tranvía
para avanzar. El tranvía era amarillo, algunas partes oxidadas, y tenía cuatro
vagones, cada uno con tres filas de asientos para dos personas. Me senté en el
primer vagón, pegado a la ventana y el tranvía empezó a avanzar con lentitud. A
medida que ascendía por la montaña me di cuenta de cómo gracias a los postes, y
al ser un tranvía colgante, podía salvar grietas profundas y paredes tanto
lisas como escarpadas. Debajo del tranvía la vegetación era una enorme
pincelada color verde. Cada vez más
altos, el viento hacía temblar el tranvía y por unos instantes sentí temor.
Mirando por la ventana mis ojos se encontraban a la altura de las nubes.
De repente el tranvía se paró en
una plataforma de madera oscura donde esperaba una mujer. Un poco más allá de
la plataforma de madera había una casa también de madera y una motocicleta
roja. Se abrieron las puertas del tranvía y entró en el interior de mi vagón
aquella mujer. No era mucho mayor que yo pero su pelo tenía un tinte grisáceo,
parecido a la roca de aquella montaña. Prendida a su chaqueta una pequeña placa
le identificaba como guardabosque. Se sentó a mi lado.
-¿Te importa que me siente? Queda
todavía media hora para llegar arriba y no hay nadie más en el tranvía. ¿No
eres de por aquí verdad?
-No, no me importa y no, no soy
de por aquí –contesté molesto-.
-Ya veo, y ¿cómo es que has
llegado hasta aquí? Pareces de muy lejos.
-El tren me ha llevado hasta
aquí, no tengo muy claro adónde ir pero estoy yendo hacia el norte. Cuando me
deja el tren visitó la ciudad y luego me marcho.
-Tengo la sensación de que más
que viajar te estás alejando cada vez más de algún lugar.
-Tal vez…
-Dime, ¿te busca la ley? –bromeó.
-¡No!
-Bueno, los inocentes también
huyen.
-Y los culpables también juzgan.
Llegamos hasta la ciudad de la
cima de la montaña. Me sorprendió que la cima fuera lisa, en ella se sucedían
los diferentes edificios, las calles y las farolas, y las plazas con las
fuentes. Podría haber sido cualquier ciudad situada a cualquier altura respecto
al nivel del mar, sin embargo debido a la altura no había casi vegetación. Y
sobre las azoteas de los edificios más altos y en los campanarios anidaban las
águilas reales. Al comenzar a andar me cansé enseguida, casi al dar los
primeros pasos. Sentía un gran dolor en el pecho. Me paré en seco. La
guardabosque se acercó a mí sonriendo. Los ciudadanos de la ciudad sobre la
cima de la montaña estaban acostumbrados a la altura, los extraños debíamos
consumir los pétalos de una flor que solo creía allí. Ella me dio una bolsita
con unos cuántos pétalos, suficientes para un par de días. Eran gruesos y
crujientes y su sabor me recordaba al de las pipas de los girasoles. En cuanto
me comí uno de aquellos pétalos me sentí mejor, como si mis pulmones fueran una
habitación en la que se abren las ventanas y la puerta para crear corriente un
día de viento. También pregunté dónde podía dormir aquella noche. Ella, tras
pensarlo unos instantes, me dijo que podía dormir esa noche en su casa si le
aseguraba que no era un criminal. Ella tenía cosas que hacer, así que quedamos
en la estación del tranvía colgante tres horas más tarde. Yo saqué mi libreta y
un bolígrafo y me puse a pasear por la ciudad.
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