21.9.12

Tal vez sea allí II



Me pasé una semana durmiendo en los trenes de horario nocturno. Cada mañana despertaba en una estación diferente. Desayunaba en alguna cafetería y exploraba el lugar. En una de las ciudades el calor era insoportable, levantada en un terreno árido, no conseguí explicarme el sentido de aquella urbe. Calor y un viento cortante y abrasador, los lugareños tenían la piel tostada y la mirada de hormigón, volcaban sus ojos en mí con cierta hostilidad. Llegué a otra ciudad dónde siempre llovía y el musgo lo cubría todo. Paseé por las calles solitarias salpicando mi pantalón con el agua de los charcos, acompañados mis pensamientos del ruido de la tormenta. Al verme vagar por las calles un matrimonio de ancianos me ofreció entrar en su casa, a secarme y cenar algo. Esa noche la pasé con ellos. Al anochecer el ruido de los grillos bloqueaba cualquier otro sonido, y calentándome al lado de la chimenea me contaron historias mientras el fuego crepitaba y sentía el peso sobre mis manos de una taza de té caliente. Me desperté al amanecer y escribí en mi libreta uno de aquellos cuentos, la historia del Ciervo de la Lluvia. Sobre la cama, aún tapado con las gruesas mantas, y con el cielo nuboso pero llenándose de luz empecé a pensar que quizá consiguiera arreglar mi visión de la vida y de todo aquello que la compone. Quizá consiguiera encontrar un poco de sentido en toda esta extraña masa, de líos de metal y cables, rebosante de injusticia y locura. Después del desayuno me dieron una bolsa con diferentes alimentos, un chubasquero y un paraguas, yo lo único que podía ofrecerles a cambio era no olvidarles. 

Volví a pasar las noches en el tren. Una mañana salí del tren y aparecí en una estación que sólo se componía de un andén y una cochera. Delante una inmensa montaña se erguía sobre la tierra hasta atravesar las nubes. La ciudad se encontraba arriba, me dijeron, tenía que coger el tranvía colgante.  A un kilómetro se encontraba la parada del tranvía colgante, al llegar vi gigantescos postes sucederse cada quince metros en línea recta, subiendo por la montaña. Los postes sujetaban el grueso cable de metal que utilizaba el tranvía para avanzar. El tranvía era amarillo, algunas partes oxidadas, y tenía cuatro vagones, cada uno con tres filas de asientos para dos personas. Me senté en el primer vagón, pegado a la ventana y el tranvía empezó a avanzar con lentitud. A medida que ascendía por la montaña me di cuenta de cómo gracias a los postes, y al ser un tranvía colgante, podía salvar grietas profundas y paredes tanto lisas como escarpadas. Debajo del tranvía la vegetación era una enorme pincelada color verde.  Cada vez más altos, el viento hacía temblar el tranvía y por unos instantes sentí temor. Mirando por la ventana mis ojos se encontraban a la altura de las nubes. 

De repente el tranvía se paró en una plataforma de madera oscura donde esperaba una mujer. Un poco más allá de la plataforma de madera había una casa también de madera y una motocicleta roja. Se abrieron las puertas del tranvía y entró en el interior de mi vagón aquella mujer. No era mucho mayor que yo pero su pelo tenía un tinte grisáceo, parecido a la roca de aquella montaña. Prendida a su chaqueta una pequeña placa le identificaba como guardabosque. Se sentó a mi lado.

-¿Te importa que me siente? Queda todavía media hora para llegar arriba y no hay nadie más en el tranvía. ¿No eres de por aquí verdad?

-No, no me importa y no, no soy de por aquí –contesté molesto-.

-Ya veo, y ¿cómo es que has llegado hasta aquí? Pareces de muy lejos.

-El tren me ha llevado hasta aquí, no tengo muy claro adónde ir pero estoy yendo hacia el norte. Cuando me deja el tren visitó la ciudad y luego me marcho.

-Tengo la sensación de que más que viajar te estás alejando cada vez más de algún lugar.

-Tal vez…

-Dime, ¿te busca la ley? –bromeó.

-¡No!

-Bueno, los inocentes también huyen.

-Y los culpables también juzgan.

Llegamos hasta la ciudad de la cima de la montaña. Me sorprendió que la cima fuera lisa, en ella se sucedían los diferentes edificios, las calles y las farolas, y las plazas con las fuentes. Podría haber sido cualquier ciudad situada a cualquier altura respecto al nivel del mar, sin embargo debido a la altura no había casi vegetación. Y sobre las azoteas de los edificios más altos y en los campanarios anidaban las águilas reales. Al comenzar a andar me cansé enseguida, casi al dar los primeros pasos. Sentía un gran dolor en el pecho. Me paré en seco. La guardabosque se acercó a mí sonriendo. Los ciudadanos de la ciudad sobre la cima de la montaña estaban acostumbrados a la altura, los extraños debíamos consumir los pétalos de una flor que solo creía allí. Ella me dio una bolsita con unos cuántos pétalos, suficientes para un par de días. Eran gruesos y crujientes y su sabor me recordaba al de las pipas de los girasoles. En cuanto me comí uno de aquellos pétalos me sentí mejor, como si mis pulmones fueran una habitación en la que se abren las ventanas y la puerta para crear corriente un día de viento. También pregunté dónde podía dormir aquella noche. Ella, tras pensarlo unos instantes, me dijo que podía dormir esa noche en su casa si le aseguraba que no era un criminal. Ella tenía cosas que hacer, así que quedamos en la estación del tranvía colgante tres horas más tarde. Yo saqué mi libreta y un bolígrafo y me puse a pasear por la ciudad.

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